26 de junio de 2016

Alimento para los buitres (VIII)

Suena Goodbye Horses de homenaje y mi cuerpo se desplaza hacia ti en un vaivén sugerente y violento. Bailo, como siempre, para mí, por sentir mi cuerpo retorcerse hasta el éxtasis sin ayuda de nada ni de nadie, sólo entre la música y yo. Y vosotros los idiotas caéis en la trampa.
—Aprendí a cazar de bien pequeña —te digo aunque no te interese—. Nunca he matado un animal, claro está, no quiero que pienses que soy una asesina.
El derroche de humor no te sorprende. Miro hacia ti de soslayo esperando tu reacción. Ni una tos. Ni un suspiro. Sólo el negro de tus ojos escudriñando la habitación.
—Es la espera lo que más excita al cazador. Su capacidad para mantenerse en segundo plano hasta que la presa decide aparecer representa la mayor parte de su victoria.
Paciencia… He tenido que trabajar tanto en ella…
—Así capturaba a las lagartijas del verano que rondaban por el pueblo. Permanecía inmóvil delante de cualquier muro soleado y agrietado durante horas, tranquila y concentrada, para verlas salir de su escondite y atraparlas con mis pequeñas y ágiles manos de niña. No tendría más de cinco años —respiro profundamente antes de sentarme a horcajadas sobre ti. Mi repulsión y tu miedo tocándose por un momento—. Con los seres humanos es, aunque parezca mentira, más sencillo. Sino que te lo digan a ti, ¿verdad? Un par de caídas de pestañas, un roce casual, una sonrisa despreocupada en los labios, et voilà, entras a ciegas en la guarida de la loba confiando en que, como soy mujer, nada malo te podrá pasar. Y eso que te lo advertí.


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