–Vaya –digo mientras me desperezo enfrente de ti–. Has
despertado. ¿Recuerdas qué ha pasado? No, claro que no.
Río. Las carcajadas salen de mi vientre, tan estridentes que
te erizan el vello que tienes al descubierto. Te
retuerces entre las cuerdas que te mantienen sujeto.
–Tienes miedo. Y haces bien, aunque no te servirá de nada.
Enciendo el enésimo cigarrillo y expulso el humo con
violencia hacia tu cara.
–Yo también lo tendría si estuviera en tu situación.
Sigues el arco de mi brazo hasta encontrarte con mi mirada. La
tuya me pregunta por qué ahora, después de tanto tiempo, te tengo así,
expuesto, rosado y tembloroso como un cerdo el día de la matanza. Oigo como piensas. Siento tu pavor. Siento tus ideas de
muerte.
–No es como la imaginas.
Calada.
–No te la mereces.
Humo.
–Y no te la daré por mucho que supliques.
Silencio. Y tu primer grito.
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