2 de febrero de 2014

Interiorismo: ¿Quién la viste como puta?

Me complace anunciar que hoy inicio una nueva sección, tras Humor Biliar y Random Music, creo oportuno que retome mis quehaceres, no sólo porque todavía tengo pendiente el primer análisis de blogs (¿adivináis qué bitácora será la primera?) en profundidad, sino también porque escribir es algo que necesito hacer, tanto como respirar, lo he intentado y no puedo, no debo separarme de ese camino. La nueva sección, Interiorismo, es un ejercicio de reencontrarme con la niña de ocho años que recibía un diario por primera vez y lo garabateaba con letras torcidas, apretadas y nerviosas.

Desde aquel momento pensé que la palabra escrita era lo mejor que podía pasarme, me permitía mutar, ser quién era y quién no al mismo tiempo; me sentía bien mientras escribía, el tiempo pasaba volando cuando buscaba la mejor palabra para definir la realidad que me envolvía. El papel fue, para mi, el mejor amigo que tuve nunca; sólo temblaba cuando lo sostenía entre las manos, no mentía, no juzgaba. La palabra no se inmuta y permanece inmutable para aquellos que la quieran leer.

Sin embargo, pronto aprendí que yo contaba realidades y no sueños, nunca fui capaz de poner por escrito ninguna de esas ansias de volar que me invadían por las noches, cuando mi cuerpo descansaba de toda la hostilidad del mundo. Así que, como ocurre con tantos otros a los que leo, sólo puedo hablar de aquello que veo, escucho o siento. No invento, tal vez sea ese el motivo del velo oscuro de posibilidad que tienen todos los cuentos que salen de mis manos.

Como tantos otros, presto mis oídos a historias narradas por los demás, dándoles forma, carácter, continuidad, respuesta o, en el mejor de los casos, significado. En su momento, Sin Oficio ni Beneficio fue el lugar en el que dejé caer todas esas verdades a medias, el quiebro a mi realidad, personificado en el nombre de Jana (no se me da bien renombrar a aquello cuya idea ya tiene nombre).

No creo que me falten más razones para hacer de éste el relato que inaugure la sección. Ya sabéis que cualquier crítica será bienvenida.

¿Quién la viste como puta?

Desvergonzada
El pasado nos persigue; queremos evitarlo pero ahí está, persistiendo en el empeño de darnos alcance y humillarnos de por vida. Todos tenemos algo de lo que avergonzarnos. Una vez conocí a una chica a la que su madre le insistió para que se prostituyera. La chica dijo que no, aunque no sabe definir como se sintió, vio que su madre en lugar de avergonzarse la tomaba con ella por no aceptar aquel dinero. “150 euros cada una”, se ve que le dijo.

Todos ocultamos secretos y creemos que estarán a salvo hasta que se demuestra lo contrario. ¿Cuántos de vosotros habéis sisado del monedero de vuestros padres? ¿Y de esos, cuántos han sido sinceros y lo han reconocido de adultos delante de los mismos? Yo, en ocasiones, iba un poco más allá pero muy a pesar de lo que digan, era una buena chica y nunca supe mentir, así que me pillaban siempre. No me avergüenza reconocerlo porque no podía guardar los secretos entonces.

¿Hasta qué punto podemos avergonzarnos de lo que hicimos o, como en el caso de mi amiga, de lo que nos hicieron? Una cosa es el remordimiento, el sentimiento de culpa, son sentimientos que definen nuestra humanidad, que nos diferencian de otros animales. Sanos hasta que se convierten en algo vergonzoso. Es entonces cuando pesan. La importancia de nuestros errores se la confiere el grado de vergüenza que podemos pasar si se descubre. Lo jodido del caso es que cuanto más tiempo pasa, mayor se hace la carga.

En la vida de aquella chica, ahora mujer, llegó un día en el que no pudo soportarlo más. En lugar de guardarse el rencor, la culpa y la vergüenza, decidió actuar en consecuencia con esos sentimientos. Me lo contó, se lo contó a más gente, puede que no fuera el momento más oportuno, ni en el lugar ni el medio adecuados, pero ya no le pesa.

Profesionales de la vergüenza
Dicen que lo que sentimos depende de cada persona. Yo creo que lo diferente no es el sentimiento sino nuestra forma de enfrentarnos a él. Cuando nos traicionan o nos manipulan y nos vemos en medio de la trampa que nos han preparado, lo primero que sentimos es impotencia, seguida por el abandono y el miedo. Allá dónde nos alcance la vista sólo habrá soledad. La persona se encuentra desamparada y, en esta delicada situación, el miedo aprovecha para hacer su aparición. Nuestra debilidad le alimenta, nuestra tristeza lo cobija. Viene sin ser llamado y es poderoso, nos ciega y despierta nuestras dudas.

Ella tuvo dos opciones: hablar en aquel momento o callarse. Creía que podría aguantarlo para siempre, de verdad, lo reconoció hecha un mar de lágrimas una tarde de octubre mientas me explicaba que sentía que no había hecho nada que valiera la pena desde entonces. Y no habló por vergüenza, por lealtad, las dos virtudes que deberíamos aplicar con un poco más de mesura. Temía humillarse delante de su familia, temía humillar a su madre, jamás se lo hubiese perdonado.

Jamás hasta hace un mes. La vida te hace escoger: o los demás o tú; y según cómo sean los demás, siempre es preferible que te quedes contigo. Es una preferencia que de obvia parece absurda, incluso cruel o egoísta. Pero en ocasiones no nos damos cuenta de que nos reflejamos en las personas equivocadas, y lo hacemos durante tanto tiempo que es posible que olvidemos quienes somos en realidad.

Ese es el punto de inflexión de nuestra mente: hacemos lo que debemos porque en realidad es un deber, no una voluntad, nos vemos atrapados por esas personas que nos gobiernan, sentimos que se lo debemos todo y dejamos que se aprovechen de nosotros sin que digamos basta. Cuando ella decidió callar, dio poder al status quo, que se sintió invulnerable.

Los padres pueden hacer cosas horribles con sus hijos. Y no sé hasta que punto son conscientes de ellas. Me aterra pensar que pueden actuar así por necedad, porque no dan más de sí y porque creen a ciencia cierta que esa es la única manera de proceder; pero lo que me da más miedo de todo es que hay gente que actúa igual sabedora del mal que puede ocasionar.

La falsa solución
En el preciso instante que su madre pronunciaba aquellas palabras supo que su cordura estaba al borde del abismo. Decidiese lo que decidiese produciría una quiebra irreparable: si aceptaba la oferta que su madre le proponía, renunciaría a su dignidad, a su libertad como persona, se iniciaría en un camino que no le convenía; si la rechazaba y hablaba, destruiría su familia, la única que tenía.

La vía que escogió sólo la afectaba a ella y eximía de cualquier peso a su madre, cargó ella con toda la responsabilidad cuando guardó silencio. Aquella no era la solución, ni siquiera existía la posibilidad de que funcionara.

No podemos vivir eternamente en una mentira, en una falsa realidad que nos preparan otras personas, fingiendo ser felices, fingiendo que nos llevamos bien, fingiendo que no existe nada que ocultar. Ella no lo pudo hacer, aunque bastaron dos años para que decidiera salir del domicilio familiar. Había conseguido apartar aquel encontronazo de su memoria inmediata pero ya no se sentía como en casa.

Dejó de estudiar, se buscó un apartamento y se marchó. Y al cruzar el umbral de la puerta notó como el respeto que sentía por su familia se escapaba con su aliento. No supo definir con exactitud lo que sintió en aquel momento. Alivio, un inexplicable rencor, pena, libertad, indiferencia. También miedo. El miedo la acompañó y trató de escapar de él, de distanciarse, de obviarlo. Era su sistema para solucionarlo todo, huir. Yo no digo que no tuviera razones pero, ¿no hubiese sido más sencillo hacerlo bien desde el principio?

La duda razonable
¡Intentó justificarla! Entender por qué su madre le pidió algo así. Y no pudo. ¿Es acaso nuestro deber como hijos obviar las vilezas que nuestros padres pretenden cometer contra nosotros? Doy por hecho que no todo el mundo se ha visto envuelto en una historia como esta y que, por lo tanto, la respuesta debe ser difícil de dar. No podemos ponernos en la piel de alguien a quien han humillado de esta manera.

Ella lo supo entonces: contárselo a alguien supondría ganarse la etiqueta de falsa para el resto de sus días. Dignificaba la repudia. Significaba la alienación. Porque honrarás a tu padre y a tu madre por encima de todas las cosas. Ella no podía pero lo intentaba. CREÍA QUE AQUELLO ESTABA BIEN. De hecho, nadie cree que una madre sea capaz de tales cosas. Pero yo he visto a madres primerizas esnifando cocaína delante de sus hijos acabados de nacer, otras que les ofrecían un poco de lo mismo para que pasaran el mal trago de una ruptura, unas pautas de comportamiento absurdas que hacen dudar de ese papel de madre.

La pared maestra sobre la que descansaba toda su vida estaba podrida, era de madera vieja, carcomida, enferma. Pero ella no lo quiso saber. De vez en cuando, acusar a alguien supone reconocer la propia culpa, y no todo el mundo está dispuesto a pasar por ese aro. Ni mucho menos. Esos deslices nos avergüenzan y por eso nos los callamos.

Necesitó cuatro años para comprender que escondiendo todo aquello se engañaba, todo por no cambiar su situación, todo por no admitir sus errores; cuando lo conveniente era hacerles frente con dignidad. Sólo así podía evitar cometerlos de nuevo. Sin embargo, ella no se caracterizaba por ser una persona racional. Sus principios eran rígidos e inamovibles en aquella época y nosotras no nos olíamos, ni por asomo, aquel drama. Durante todo ese tiempo, dudó entre ser quien habían hecho que fuera o ser quien ella necesitaba ser.

Jana
Su cordura estaba en juego pero no tenía ni los medios ni las agallas para enfrentarse, de cara, al más remoto de los pasados, al cruce de reproches y a la ira. Me parece importante destacar una cosa muy curiosa: nuestro problema con el miedo es el propio miedo. Empezamos por temer la oscuridad y acabamos por espantarnos de nuestra capacidad de sentirlo. ¿No es común a todos los animales? Lo único que ella pretendía era no sentirlo jamás, le asustaba el poder paralizante que tenía aquella sensación.

Y continuó con su huida. Primero del nido familiar, después de la universidad, dejó que por sus vicios fracasaran todos sus conatos de futuro porque con sus vicios superaba el miedo. Ella también sabía que hacía mal, creo que todos sabemos cuando nos estamos equivocando, pero ella no conseguía encontrar el valor para finalizar aquella espiral. Ver la realidad tal y como era no le interesaba. Tal vez esperaba una reacción por parte de su familia. Unas disculpas. Ayuda.

Mientras me explicaba lo oscura que había sido su vida, decidí permanecer en un silencio sepulcral, interrumpir aquella historia hubiese sido una nueva falta de respeto que Jana no se merecía. Tenía en mis manos su recuperación, sólo debía escuchar, preguntar como me enseñaron en la universidad.

Ahora bien, pretender explicar su comportamiento en unas líneas no es tan fácil como parece. En primer lugar porque no me puedo poner en su piel, de ninguna de las maneras (una cosa es que considere que mis padres adoptivos me dejaran un poco de la mano de Dios y otra muy diferente es lo que le hicieron a ella, ya lo veréis). Explicar una historia que no es la mía sé hacerlo, pero no sé como llegaré a transmitir el horror que ella nos relató. La empatía no es mi fuerte así que intentaré hacerlo lo mejor que pueda.

Después de todo, ¿es la vida fácil para alguien? No. Nuestras decisiones son nuestras, y ella ya tenía una cierta edad cuando todo se salió de madre (y nunca mejor dicho): era su responsabilidad. Lo que quiero decir con esto es que por mucho que le pese no me mueve, tampoco, la compasión. No pretendo ser dura con ella.

Finalmente, y porque no quiero que esto se vea como una crítica sin corazón, he de reconocer que todos tuvimos un poco de culpa. Porqué vimos hacia dónde se dirigía, vimos el brillo de la autodestrucción en sus ojos y actuamos tarde, muy tarde. Hacer las cosas a destiempo es nuestra especialidad, si no hubiese sido por cinco personas verdaderamente preocupadas lo más probable es que Jana no hubiese vuelto a ser la misma jamás.

Una persona normal
Si Jana hubiese sido una persona normal, lo más correcto sería empezar el relato pues como empiezan todos los relatos. Quién era, cómo la había conocido y qué sabía de ella son las tres preguntas que todo escritor debe poder responder acerca de sus personajes. Pero Jana tiene un handicap, algo muy simple, y es que ella no es un personaje, ella es real. Como vosotros, como yo. Jana tiene un pasado, un presente y un futuro que, según dice, está muy lejos. No es lo mismo inventarse una historia que explicar algo que ha ocurrido de verdad. Con mis palabras vosotros formaréis una imagen y me gustaría que ésta se correspondiera con la realidad. Se lo debo.

La sorpresa fue increíble cuando me dijo que quería que contara su historia. Ya sabéis, proyecto de escritora con crisis de inspiración recurre a las amigas para continuar con la redacción de un libro que igual nunca verá la luz, se dan miles de casos cada día. Pero lo cierto es que su carácter me inspiraba. Fría, distante, algo engreída, el individualismo la caracterizaba, por eso no me explico que decidiera confiar en mí de aquella manera. Sea lo que fuere lo que motivó a Jana, sus secretos parecían no tener fin. No podía desaprovechar esa oportunidad.

Nadie te regala un personaje. Aunque siempre me ha gustado contar historias, es una malformación que me viene de muy jovencita, y a pesar de haber estudiado periodismo, la realidad no me interesa demasiado. Explicar qué, cómo, porqué, quién y cuándo no me parece relevante, digamos que me interesan más los conceptos abstractos. Mi problema con los personajes que elaboraba es que estos jamás tenían fondo, no eran reales; arquetipos como Verdad o Mentira, como el pianista o su vecina, todo eran invenciones. Jana me ha dado la oportunidad no sólo de relatar la realidad como me enseñaron, sino también de retratar ese mundo interior de las personas que tanto me entusiasma. Porque Jana es una mujer completa, extraña, una paradoja en sí misma: ella es porque no debería ser. Y ese argumento pudo conmigo.

Parchwork
De acuerdo, no sé cual de las dos fue la que propuso explicar al mundo aquella historia. Jana dijo que tenía una verdad que contarme, yo la creí, y entre alguna que otra broma dejé caer la idea de escribirla. Supongo que no me parecería tan chistosa cuando aquí estoy. O tal vez ella, a sabiendas de lo que me iba explicar, urdiera todo el plan sólo para poder ver su autobiografía redactada. El resultado es el mismo en cualquiera de los dos casos: permanecer sentada delante del ordenador tratando de ordenar y comprender los fragmentos de vida que Jana me regaló.

Ella lo hizo por necesidad: todos aquellos secretos, dijo, pesaban una tonelada y, aunque se consideraba una mujer fuerte, sabía que no podía soportarlos SOLA durante mucho más tiempo. Por encima de cualquier otra cosa en el mundo, afirmaba, ella sólo quería ser feliz y estar vacía, no tener que preocuparse más por lo que había hecho mal o por lo que le habían hecho mal. Aquella noche de octubre, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, me repartió retales de su experiencia y me asignó el papel de guardiana.

Por mi parte, yo sólo me debo al oficio que escogí, todo lo demás tiene que ir relacionado, así que cuando escuché aquella información mi cerebro se puso a trabajar de inmediato: tenía que hallar la manera de hacerlo público sin que sonara a compasión, sin que fuera en detrimento de la dignidad de Jana. No sé si me explico con suficiente claridad. Jana no sólo me explicó aquella «anécdota» con su madre, había tratado mal a muchas personas a consecuencia de unas experiencias que tal vez no debería haber vivido y se sentía culpable. No, no fue una conversación de una hora. Fue toda una vida.

¿Es importante su historia? Pues tanto como la vuestra, y todos tenemos derecho a contarla aunque sea sólo una vez. Visto desde lejos, incluso puede parecer normal, algo que ocurre hasta en las mejores familias: el respeto hacia unos padres que no se lo merecen es esa rémora del cristianismo que aún no hemos conseguido quitarnos de encima. Desde mi punto de vista, actuar de esa manera me parece un absurdo y no puedo tolerar, mis principios no me lo permiten, que una situación como esa se mantenga en el tiempo: la vergüenza de Jana era la mía, pero yo no podía fingir que no lo sabía, la rabia y la impotencia son sentimientos que no llevo bien.

Arquetipo
Hace tiempo, antes de conocer a Jana personalmente, creía que era una mujer segura de sí misma, independiente, la mujer profesional, juiciosa y trabajadora que todas queríamos ser. Caminaba por la facultad como si no le importara nada ni nadie salvo ella misma, imponiendo una distancia entre ella y el resto, como si se tratara de una taza de café demasiado caliente. Aquella imagen que tenía de ella duró hasta que conversamos por primera vez: dudaba, de una forma muy graciosa además, de las palabras que decía, tartamudeaba cuando hablaba para varias personas a la vez, y enrojecía con una facilidad espantosa. En realidad, era como una niña tímida que se escondía detrás de mis faldas cuando rondaba algún desconocido.

Durante los primeros meses de carrera aquel comportamiento cambió: su timidez quedó atrapada tras la máscara del orgullo. Creo que es porque ella se dio cuenta de que la imagen que proyectaba no se correspondía con la realidad y, en lugar de intentar ajustar la proyección, que no era más que una fantasía, decidió cambiar todo lo demás. Yo no lo entendí: la Jana que me gustaba, la que gustaba a todo el mundo, era la que enrojecía y no la que asistía a las clases con las gafas de sol puestas.

Dejó a su pareja de muy malas maneras, renunció al contacto diario con su mejor amiga, que lo único que hacía era intentar evitar que se desviara aún más. Me mantuve a su lado cuando nadie más lo hizo: aquella nueva forma de hacer no agradaba a nadie; es más, ni siquiera ella estaba conforme, pero lo hacía y no podía parar. Fueron años de hachís, marihuana y cocaína, drogas que conseguía por muy diferentes vías, algunas inimaginables, otras crueles, y siempre mediante el engaño.

Tampoco hablaba nunca de su pasado, como si éste no debiera importarme. Cuando alguien mantiene con tanto celo esa parcela de su vida es porque tal vez no sienta alegría al recordarlo. Pero, veréis, cuando somos jóvenes (o adultos pasivo-agresivos) no tenemos la capacidad de comprender lo mucho que dicen de nosotros nuestras experiencias, los demás y sus circunstancias no nos importan. Era su derecho mantener su vida privada para ella, lo único que yo debía hacer era no juzgar nada de lo que hiciera, a cambio recibiría apoyo total y absoluto de por vida.

Notas sobre los cambios a peor
No debían ser más de las nueve y media cuando Jana traspasó el umbral de mi puerta. Sus pupilas la delataban, puede que llevara un par de noches sin dormir, hasta hace poco más de un año aquel proceder era habitual para ella; no diferenciaba el fin de semana del resto de días. Creí que empezaba a ser peligrosa para ella misma y decidí abordarla como sólo hacen las buenas amigas. La mujer que se presentó en mi casa aquella noche no tenía nada que ver con la joven promesa del periodismo que pasaba las tardes leyendo o estudiando sobre el césped del campus.

Lo peor era que no reaccionaba, cuando se miraba en el espejo no veía la misma desolación que yo; ni la tez pálida o las mejillas hundidas, ni su mirada inyectada en sangre. Los ojos, como la memoria, tienden a ser selectivos con las imágenes que transitan por las retinas. Supongo que la fuerza de la costumbre, la reiteración de su reflejo demacrado, hizo que no percibiera el cambio que se había dado en su físico.

Ella no sabía a lo que venía, por eso me abstuve de recibirla con una frase tipo «vaya aspecto tan horrible», sólo hubiese conseguido que se pusiera en guardia, y cuando Jana se ponía a la defensiva era imposible penetrar en su conciencia. No veía, no hablaba, sólo escuchaba y asentía hasta que le tocaba el turno de palabra. Para entonces, cualquiera que hablase con ella debía estar preparado para un arranque de furia verbal.

Mientras entraba en el salón, ya con una cerveza en la mano, recordé los primeros meses de clase y a la niña-mujer que conocía. Si bien nunca se había caracterizado por tener una paciencia de santa, la mayoría de las veces se contenía y medía, en cierta manera, sus palabras. Su objetivo no era ofender, tal vez era adoctrinar, pero eso ya lo decidiremos entre todos más adelante. Lo que quiero decir es que, dentro de lo que cabe, se relacionaba de una forma bastante sana con las personas que la rodeaban.

Cinco años de adicciones variadas más tarde, no quedaba un sólo indicio de respeto hacia los demás en lo que decía. Era como si todos fuésemos culpables de algo que debíamos saber pero que en realidad no sabíamos porque ella no nos lo contaba.

Drama queen
No fue fácil enfrentarme. Por un lado, no se me daba muy bien hablar, en el lenguaje oral no conseguía hacerme entender a la perfección, lo mío siempre fue decir las cosas por escrito y tenía miedo de no encontrar las palabras adecuadas. Por el otro, temía que se ofendiera y la probabilidad de que aquello ocurriera era muy elevada. Jana ha destacado estos últimos cinco años por hacer gala de una extraña y excesiva susceptibilidad, intuyo que como efecto de su adicción. Se defendía de todo y lo hacía atacando. Cualquier comentario podía ser tomado como una ofensa, cosa que daba pie a que la gente adoptara medidas drásticas con el fin de evitar una revolución. Yo no quise dejarla sola a pesar de todas las escenas que me montó.

Era una drama queen por excelencia, Jana no escatimaba recursos cuando trataba de rebatir las supuestas amenazas. Sus gritos, desaires y sarcasmos podrían haber sido dolorosos si me los hubiese tomado muy en serio. Sin embargo, algunos de nosotros -muy pocos a decir verdad- preferimos asumir aquella nueva cara de Jana como algo pasajero. Pensamos en el dicho que reza «muerto el perro, se acabó la rabia». Jana tenía un problema de base que no eran las drogas, que iba más allá de todo aquello y queríamos que lo solucionara.

No hay nada de malo en querer que una persona se recupere. Puede que alguien lo hiciera por morbo o por la satisfacción de aconsejar, no sé por qué lo hicieron los demás, de verdad. Cada persona tiene sus motivos para actuar y todos son egoístas, siempre. El mío era bien sencillo: no quería sentirme responsable si le pasaba algo malo. Sabía que tenía un problema, ¡debía actuar en consecuencia! No se puede dejar suelta a una criatura que no sabe defenderse; igual que abrigamos a nuestros bebés, cuando somos adultos también necesitamos protección y, sobre todo, apoyo.

Jana estaba desquiciada, perdida, pero sabíamos que ella no era así. Por eso la invité a casa, por eso lo preparé todo para que no pudiera sentir presión alguna, por eso quise que todo resultara perfecto y por eso pasé más de doce horas hablando con ella.

La trampa
Perdonar o ser perdonado no venía al caso. Ni nosotros éramos culpables ni lo era ella: cada uno de nosotros escoge su camino con cierta libertad, según su carácter y experiencias, y mientras no nos aprovechemos de los demás con malas artes no debemos sentir remordimientos. Fuera lo que fuere lo que carcomía su integridad hasta el punto de hacerla querer olvidar la realidad en la que vivía, debía ayudarla a que se desprendiera de ello. Todos los que apoyamos aquella intervención lo hicimos lo mejor que pudimos, cambiar sólo dependía de ella. Queríamos hacer público nuestro apoyo, demostrarle que no estaba sola, que no debía hacerlo sola porque ya había demostrado con creces que no era capaz.

No creo que sospechase nada, Jana no era una de esas mujeres intuitivas que se olían los problemas mucho antes de que estos aparecieran. Si hubiese sido así yo no os explicaría esta historia, vosotros no conoceríais a Jana y ella seguiría tan tranquila con su vida tal y como hace ahora. No creo que nuestras realidades hubiesen cambiado mucho si ella hubiese sido capaz de prever los embrollos en los que por inconsciencia o por ignorancia se había metido.

Aquella noche, antes de la gran confesión, me relató entre risas alteradas por sus constantes viajes al baño unos cuantos de aquellos accidentes, algunos fortuitos, resumiendo su vida en dos sencillas palabras. «Soy torpe», me dijo mientras se levantaba por enésima vez del sofá. No pude evitarlo, yo también quería hacer lo que hacía ella, «sólo por esta vez» me repetía.

-Jana, lo que haces en el lavabo también lo puedes hacer aquí -dije señalando la mesa de café-. Sabes que no me molesta.

Supongo que la pillé con la guardia baja. Fue entonces cuando cayó en que algo no andaba bien. La cena, el vino, la cerveza, el ron con limón y mi permiso para hacer algo que no debía hacer. Retrocedió lentamente hasta quedar de pie delante de mí. Ella vio la trampa y yo me sentí impotente.

Eliminar el tabú
Jana tenía una mirada y una forma de hablar que intimidaba, pero sólo a los desconocidos. Por eso no me asusté cuando vi la expresión que se dibujó en su cara; aquella mezcla de enfado, protesta, sorpresa e indignación hacía que su rictus fuera, más que amenazante, cómico. Admito que esa faceta suya me parece muy entrañable, cuando se asombra parece una niña el día de Navidad. Si bien en aquel momento una mueca de rabia también se vislumbró en su semblante, hubiese jurado que la treta que entre todos le preparamos le hizo ilusión.

Le pedí que se sentara y que se relajara. Lié un cigarrillo, le serví una copa de cerveza y le tendí mi DVD de Pulp Fiction. Nunca tan poco dijo tanto. Estaba preparada para lo que tuviera que echarme en cara, conocía las consecuencias de lo que estaba haciendo, por eso decidí involucrarme en su juego. Una conversación de igual a igual, sin ningún tabú que nos coartara.

Tras los surcos que dejaba la droga aparecían las palabras que Jana nunca se atrevió a decir. No estaba alterada, ni siquiera emocionada. Me habéis visto decir en infinidad de ocasiones que en aquel momento Jana lloraba. Y es cierto que de sus ojos caían las lágrimas, pero era uno de esos llantos tranquilos, sin histerias, era el llanto que sustituía al grito. Hablaba durante largos ratos y luego pasaba otros tantos en silencio, esperando una reacción por mi parte, alerta.

Se sentía culpable, mucho, por haberse dejado perder, por caer en las redes de aquella cosa odiosa que tenía entre las manos. Pero no lo podía evitar, decía, tenía muchas cosas por olvidar. Dejé que se soltara cuanto pudiera, observaba cada movimiento con interés, debía saber cuando mentía y cuando decía la verdad. No existe ninguna manera de diferenciar al duende de la persona si esta se encuentra bajo los efectos de las drogas, tenía que olvidar aquello de que los borrachos siempre dicen la verdad.

Los borrachos dicen groserías, independientemente de si las creen o no. Ella hacía lo mismo. Sin embargo, el silencioso flujo de agua no tardó en despejar todas las dudas que albergaba sobre su sinceridad. No es que le tuviera fe ni que confiara demasiado en ella, más bien fue la certeza de saber que su crimen no era tan grave como para no concederle la oportunidad de explicarse, de reformarse.

En trance
Antes de romper a llorar, y con toda la serenidad que fue capaz de reunir, siguió mi consejo de sentarse y me preguntó, con un timbre de voz más oscuro que el habitual, por qué la había citado en mi casa. Jana nunca se andaba con rodeos, el camino más corto para resolver una duda era, según su parecer, cuestionarla directamente. El sonido salió de dentro, como si las palabras se fabricaran en alguna oquedad entre el estómago y el diafragma. Hablaba despacio, quería que la escuchara, claro, todos lo queremos, pero además quería que la entendiera y necesitaba entenderse.

Me había preparado para una noche de gritos y sarcasmos, tenía la lista de conceptos a tratar y rebatir grabada a fuego en mi cerebro, estaba dispuesta a recurrir a la violencia verbal -esto es, a ponerme en su nivel- para que me escuchara. No tenía manera de saber si aquello era una treta para bajarme la guardia o la reacción natural que todos esperábamos que tuviera algún día. La vi indefensa, expuesta, y la abracé. «Te queremos, Jana, mucho más de lo que estás dispuesta a aceptar porque, y espero que algún día nos expliques los motivos, tú no quieres querer a nadie; por eso no podemos quedarnos de brazos cruzados mientras dejas que tu vida se vaya por el sumidero».

«Sabes, hace tanto tiempo que esperaba este momento que ahora no sé cómo reaccionar, espero que lo entiendas. No sé si os referís sólo a las drogas, o al trabajo o a todo en general, pero en mi cabeza esta conversación la he mantenido muchas veces. No sois los únicos que os dais cuenta de que tengo un problema, lo que ocurre es que no sabéis cuál es y lo reducís a un par de factores que, desde mi punto de vista, tienen el mismo peso que mesurar el gasto energético un día de huelga general».

Había cambiado el sarcasmo por la metáfora, la ironía por la argumentación. ¿Acaso era posible que se hubiese preparado para un diálogo de estas características?

«Lo peor de todo es que quise creer que sería otra persona la que me sentara a su lado, en otro sofá, para pedirme por favor que parara. Lo peor de todo es que empiezo a sentir que eso no ocurrirá jamás, lo siento incluso cuando no debería sentir nada, cuando amanece y mis pupilas siguen dilatadas. No quería que vosotros ejercierais ese papel porque el drama debería estar protagonizado por una persona que, de nuevo, se ha desentendido por completo de mi obra».

Jana estaba en trance, hablaba conmigo pero no a mí, me hallaba ante una mujer desconocida, dolida y aterrorizada.

La cuerda
Me había preparado un buen montón de motivos por los que Jana debía enmendarse, situaciones ante las que debía responder, era una adulta que no podía permitirse durante más tiempo actuar como una adolescente conflictiva porque su vida dependía de ello. Pero en aquel contexto no me atreví a decir palabra. Jana estaba tan abstraída que ni siquiera percibió que comenzaba a llorar y dejó que el agua resbalara hasta caer sobre sus tejanos negros, tampoco la súbita humedad parecía incomodarla. Hay momentos, como aquel, en los que una persona lo único que necesita es silencio, un poco de paz que ponga en orden ideas y emociones muy complejas.

«Y no está bien que la odie tanto, que la culpe, no está bien. Pero todo esto, lo que soy... ¿lo hubiese sido sin ella?»

Intenté atar cabos. Aunque Jana no era muy habladora con respecto a su familia, en alguna visita a su casa si que tuve la oportunidad de conocerla. Padrastro, madre, madre de la madre y hermano por parte de madre pero no de padre, el hermano del que había cuidado y del que se enorgullecía; eran normales, como son en todas las casas o al menos dieron esa impresión.

«Confié en ella más que en cualquier otro ser humano. Pero no sólo no tiene la decencia de pedirme disculpas sino que además se separa de mi camino, el que ella marcó, y de las terribles consecuencias que me podría acarrear el haberlo tomado, y deja que seáis vosotros los que os situéis delante del tren en marcha».

Al menos sabía que yo estaba allí. La tomé de la mano cuando esta le empezó a temblar. Necesitaba contacto, calor, una cuerda que la sujetara a la realidad. El cerebro no está preparado para funcionar bajo los efectos de una carencia de sueño prolongada, lo sé porque yo también lo he vivido, cuando no duermes o duermes mal, eres incapaz de razonar. Jana estaba haciendo un gran esfuerzo por conseguirlo, invirtió tanta energía que su cuerpo comenzó a moverse con el fin de liberarla y no sufrir un colapso.

Con el contacto de su piel pude percibir el pulso acelerado. Me imaginé un animal lleno de heridas, unas suturas torpes practicadas por manos inexpertas que no habían logrado hacerlas cicatrizar, unos calcetines llenos de remiendos repartidos sin concierto.

Techos altos, escasa luz y mucho silencio
Acostumbrada a sus momentos de gloria más que a los de debilidad, no supe qué hacer. Cualquier palabra que dijera, cualquier crítica hacia la mujer de la que hablaba, podía ser tomada como una ofensa. Incluso el silencio. Pero no tenía nada que decir. Me quedé sin palabras y sin poder reconfortarla porque nadie está preparado para saber que una madre no ha cumplido con su papel. Si hay algo que los de mi generación tenemos claro es que si no lo quieres hacer lo mejor que puedas, no tengas hijos.

«Todo pasó en otoño de 2006. En casa no estaban pasando un buen momento, de hecho nunca lo pasan, no entiendo cómo. Mi madre perdió su trabajo en la frutería del barrio, vendieron el local a una cadena de supermercados pakistaníes que al cabo de dos años lo revendió a una cadena de supermercados chinos. ¿Quién iba a contratar a una frutera de 46 años sin estudios superiores?»

Reconocí en su tono de voz un ligero enfado más cercano a la resignación que a la ira. Tal vez nos equivocábamos con Jana y ella tenía tantas ganas de cambiar como nosotros de que cambiara, tal vez llevara tiempo esperando aquella oportunidad de explicarse, de vaciarse para así poder hacerlo a su gusto, sin ataduras ni remordimientos ni secretos que ocultar.

«No le quedó más remedio, o tal vez sí y no hizo todo lo que pudo, que dedicarse al noble oficio de la limpieza en pisos y casas particulares. Todo lo que se pone en sus manos envilece, incluso cuando se trata de limpiar retretes. Mi madre tiene esa capacidad, igual que mi abuela. Ni sé ni quiero saber cómo consiguió sus primeros trabajos, sólo sé que en uno de ellos conoció a Lucas”.

Cada vez que mis oídos percibían aquel nombre, todo mi cuerpo se ponía alerta, cuando Jana le mencionaba, hacía referencia a algún tipo de información turbia.

«Ojalá jamás me hubiese presentado en aquella casa, aquella noche. Mi madre me llamó contenta, juraría que hasta excitada, mientras me arreglaba para salir con vosotras; me dijo que fuera, que estaba en una fiesta con unos amigos. La creí, como siempre había hecho. ¡Era mi madre! Y aunque me cueste admitirlo lo será toda la vida. Fui, pero cuando llegué, el único rastro de fiesta que quedaba era una roca blanca sobre la mesa. Ni gente, ni música. Sólo mi madre y Lucas. Y cocaína».

Imaginé un piso de l’Eixample barcelonés, un salón-comedor de techos altos, escasa luz y mucho silencio.

Batín de baño y salto de cama
«Lucas sólo llevaba puesto un raído batín de baño. Todo en aquel lugar parecía viejo, desusado, incluso los modernos muebles, todo estaba cubierto por una fina y molesta capa de polvo que no debería haber estado allí. Saludé, mi madre nos presentó y me senté en la silla que quedaba más alejada de aquellas dos personas. No reconocí a mi madre, pero tampoco conseguí identificarme con la imagen que tenía de mí. Ahora poco importa. Me serví una copa de la botella de Jack Daniel’s que había quedado olvidada al pie del sofá, aquello no tenía ningún sentido».

La miré atónita. No supe discernir si se justificaba, si pretendía eludir su responsabilidad vertiéndola sobre su madre o si, por el contrario, aquella situación hizo saltar algunos engranajes de su cerebro. Ambas opciones eran igual de válidas y admisibles.

«Mi madre, que hasta el momento había permanecido sentada en el suelo, se levantó, pulsó un botón del reproductor de DVD y en la pantalla comenzaron a sucederse las imágenes de una película pornográfica. Me guió, después, hacia la cocina, sentí un escalofrío cuando la vi en salto de cama y sin ropa interior. Nadie debería ver a su madre en aquella situación, todo era tan lejano, tan inverosímil, que no podía imaginar una salida. ‘Lucas quiere verte desnuda, dice que le pones mucho, que le das mucho morbo, y me ha prometido ciento cincuenta euros a cada una si jugamos un rato con él’. No recuerdo como reaccioné».

Jana tal vez no pudiera rememorar la emoción que sintió cuando las palabras desnuda, euros y jugamos salieron de la boca de su madre, pero, a mí, me entraron ganas de vomitar. Incluso hoy noto como mi estómago se encoge. Su madre estaba enferma, no quería que continuara con la historia. Pero tampoco tuve valor de detenerla, no debió resultar nada fácil para Jana empezar a explicar aquello, al fin y al cabo, ella respondía a nuestro reclamo. Por decencia, solidaridad o pena, no impedí que acabara su confesión.

Y al fin pudo dormir
«No. Mi voz sonó tan rotunda como un trueno en mitad de una tormenta. Había roto, al fin, mi mutismo para negarme a la proposición que mi madre me hizo. No, no, no y no. ‘¡Qué egoísta que eres!’, me contestó. ‘Necesito el dinero’, continuó. ‘Si no lo vas a hacer ya te puedes ir de aquí’. Y durante todos estos años he intentado olvidar lo que ocurrió, diluirlo con el resto de sombras de mi pasado».

«Ya conoces el método que utilicé, el más rápido, el camino más corto hacia el vacío; quería aniquilar todas esas emociones de odio y furia y rabia contra ella, que se desvanecieran, pero lo único que he conseguido ha sido retrasar lo inevitable, destruirme y llevarme a algunas personas por el camino. Y ella sigue sin responder, sin reclamar que me detenga para que no acabe como ella. Al final he comprendido que mi mansedumbre es garantía de su futuro. Era una carga y decidió hacerla descansar también sobre mis hombros. Siempre sumisa, he permitido que me controlara, incluso he querido todas las faltas de respeto que había cometido contra mí por ella, por amor, porque era lo que debía hacer. Pero ese deber está equivocado, no puedo seguir creyendo que hago bien, no cuando todo el mundo excepto ella me insiste en lo contrario».

Jana calló. Ni siquiera hizo la promesa de dejar su vicio atrás, de reponerse, de controlarse, de madurar, de crecer y de vivir, sin embargo estaba convencida de que aquello no hacía falta: si no sentía vergüenza de la verdad, esta ya no sería tan aterradora, y si no la temía la podía enfrentar. Aquella noche se abrió un camino alternativo que le ayudé a tomar. Su libertad, su vida, estaban al final de aquella senda. Y esa noche, al fin, pudo dormir.

5 comentarios:

  1. "Nadie te regala un personaje"
    Vaya frase, Miss Olalde. Podría haber estado horas y horas dándole vueltas sólo a esa frase.
    Mis fotos no posibilitan el cuento, sólo lo adornan, pero muy poquito, pq no le hace falta. Es una maravilla.
    Un bico y gracias.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Como diría el gran actor galaico-catalán (siempre se van los mejores), "lo importante es que la gente piense".
      Bicos, abrazos y gracias a ti, veré qué puedo hacer con las imágenes que nos regalas ;)

      Eliminar
  2. Lo he sentido! Demoledor! Lo peor del miedo es tenerle miedo. Yo me quedo con eso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Como dice el gran maestro jedi, Yoda, "El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento y el sufrimiento lleva al lado oscuro. Percibo mucho miedo en ti". Lo mejor es sacudirse el miedo y la vergüenza, así no hay qué nos pare.
      Gracias por la visita :)

      Eliminar
  3. ...

    http://youtu.be/iCD4YGFtZZo

    ResponderEliminar

Deja tu maullido.