De todas las rutinas que
conformaban mi día a día, sólo dos eran remarcables. Servir copas,
cenas, cafés o cervezas estaba de más, siempre era lo mismo, a la
misma gente, ya conocemos el fenómeno de la “clientela habitual”,
también llamado “parroquia de bar”. Si hablara de mis anécdotas
con el cliente final, además de repetir algo que ya está escrito,
otro handicap (y acabo de alucinar porque esta palabra anglosajona
está aceptada por la RAE y por el IEC) es que no tendríamos espacio
suficiente en nuestras librerías para almacenarlas. ¿Son
divertidas? Claro, desde las propiciadas por pijos -y pijas-
remilgados hasta las protagonizadas por la élite molona de la
ciudad, no hay colectivo que se salve, ni siquiera los adeptos a la
juerga catalana. Todos son carne de cañón; cerebros que lo son
porque me creo que los tienen, capaces de dar pie a las situaciones
más absurdas que podamos imaginar. Sin embargo, me quedo con los
silencios, con el poco de paz que puede aportar clasificar el
reciclaje y desmontar la terraza, si hay suerte, a tan sólo un par
de grados bajo cero.
No son trabajos gratos,
en absoluto, pero hay muchos que de agradecidos no tienen nada y si
no se hacen, se nota (¡gracias!). El peso del carro de metal, el
ruido del entrechocar de cristales en su interior, latas y más latas
de refresco que otros se habían bebido, la botella de semidesnatada
que sólo gastaba la que se comía un croissant. Cada envase tenía
su historia, su dueño, pero ahí estaba, formando parte de la mierda
en general. “Da igual ser peón o Rey, todos tenemos los mismos
agujeros”, pensaba mientras aparecía una media sonrisa en los
labios. Es curioso como aprendemos a separar por colores a basura y a
personas: verde, botellas y viejos; amarillo, envases y morbosos;
gris, los restos de barrer. Si estuviera en mi mano, las calles
serían un gran Arco de San Martín. Hay tantas personas como
colores, y desperdicios para cada una de ellas.
No pude evitar pensar en
la pérdida de tiempo que suponía todo eso de reciclar. Lo hacía,
con gusto y con una determinada finalidad, hasta encontré la poesía
en ese momento. Pero también observé que somos capaces de generar
cuatro veces nuestro peso en desechos, y eso me hizo cuestionar todas
y cada una de las campañas que se diseñan desde Medio Ambiente para
ayudar a proteger el planeta. ¿No será más efectivo educarnos
desde bien pequeños a generar menos residuos? Y no sólo en cuanto a
objetos se refiere. Estoy convencida de que si fuéramos capaces de
eliminar ciertas costumbres seríamos mejores personas, habría menos
colores oscuros entre los contenedores de personalidad, y
reduciríamos, de forma drástica, el volumen de nuestras montañas
de bazofia. En lugar de reciclar, reutilizar.
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