Publicar este genial
artículo de Mariano José de Larra, a estas horas, y sin haber hecho
nada de provecho a lo largo de la semana tiene una única explicación
y es que la evaluación del primer blog a analizar me llevará un tiempo, tanto
como puede dar de sí la lectura de casi siete mil artículos, y no digamos
corregirlos (por el corrector sólo pasaré cuarenta, los diez primeros de cada autor). Ruego algo de paciencia, y que de momento disfrutéis todo
lo que podáis con Random Music, Humor Biliar, Cordero Degolla al
Gato y otros contenidos que aparecerán cuando menos lo esperéis.
He escogido, de entre la
extensa obra del articulista, un retrato costumbrista muy acertado dado el ambiente que me rodea, y, aunque Larra negara el derecho que tenían las mujeres a ser unas
calaveras, he llegado a sentirme muy identificada con algunos
fragmentos, por crápula, juguetona y hedonista. ¿Queda bien? ¿Queda
mal? ¿Y eso qué importa, si las grandes mujeres devienen grandes
porque son calaveras y hacen lo que les place cuando les conviene? Ahora bien, dejemos los debates para otros lares o momentos y ciñámonos al texto, que es lo que esta noche me interesa.
Los calaveras. Artículo
primero
Revista Mensajero, 2 de
mayo de 1835
Es cosa que daría que
hacer a los etimologistas y a los anatómicos de lenguas el averiguar
el origen de la voz calavera en su acepción figurada, puesto que la
propia no puede tener otro sentido que la designación del cráneo de
un muerto, ya vacío y descarnado. Yo no recuerdo haber visto
empleada esta voz, como sustantivo masculino, en ninguno de nuestros
autores antiguos, y esto prueba que esta acepción picaresca es de
uso moderno. La especie, sin embargo, de seres a que se aplica ha
sido de todos los tiempos. El famoso Alcibíades era el calavera más
perfecto de Atenas; el célebre filósofo que arrojó sus tesoros al
mar, no hizo en eso más que una calaverada, a mi entender, de muy
mal gusto; César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera
pasado en el día por un excelente calavera; Marco Antonio echando a
Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del Imperio, no
podía ser más que un calavera; en una palabra, la suerte de más de
un pueblo se ha decidido a veces por una simple calaverada. Si la
historia, en vez de escribirse como un índice de los crímenes de
los reyes y una crónica de unas cuantas familias, se escribiera con
esta especie de filosofía, como un cuadro de costumbres privadas, se
vería probada aquella verdad; y muchos de los importantes trastornos
que han cambiado la faz del mundo, a los cuales han solido achacar
grandes causas los políticos, encontrarían una clave de muy
verosímil y sencilla explicación en las calaveradas.
Dejando aparte la
antigüedad (por más mérito que les añada, puesto que hay muchas
gentes que no tienen otro), y volviendo a la etimología de la voz,
confieso que no encuentro qué relación puede existir entre un
calavera y una calavera. ¡Cuánto exceso de vida no supone el
primero! ¡Cuánta ausencia de ella no supone la segunda! Si se
quiere decir que hay un punto de similitud entre el vacío del uno y
de la otra, no tardaremos en demostrar que es un error. Aun
concediendo que las cabezas se dividan en vacías y en llenas, y que
la ausencia del talento y del juicio se refiera a la primera clase,
espero que por mi artículo se convencerá cualquiera de que para
pocas cosas se necesita más talento y buen juicio que para ser
calavera.
Por tanto, el haber
querido dar un aire de apodo y de vilipendio a los calaveras es una
injusticia de la lengua y de los hombres que acertaron a darle los
primeros ese giro malicioso: yo por mí rehúso esa voz; confieso que
quisiera darle una nobleza, un sentido favorable, un carácter de
dignidad que desgraciadamente no tiene, y así sólo la usaré porque
no teniendo otra a mano, y encontrando ésa establecida, aquellos
mismos cuya causa defiendo se harán cargo de lo difícil que me
sería darme a entender valiéndome para designarlos de una palabra
nueva; ellos mismos no se reconocerían, y no reconociéndolos
seguramente el público tampoco, vendría a ser inútil la
descripción que de ellos voy a hacer.
Todos tenemos algo de
calaveras más o menos. ¿Quién no hace locuras y disparates alguna
vez en su vida?¿Quién no ha hecho versos, quién no ha creído en
alguna mujer, quién no se ha dado malos ratos algún día por ella,
quién no ha prestado dinero, quién no lo ha debido, quién no ha
abandonado alguna cosa que le importase por otra que le gustase?
¿Quién no se casa, en fin?... Todos lo somos; pero así corno no se
llama locos sino a aquellos cuya locura no está en armonía con la
de los más, así sólo se llama calaveras a aquellos cuya serie de
acciones continuadas son diferentes de las que los otros tuvieran en
iguales casos. El calavera se divide y subdivide hasta lo infinito, y
es difícil encontrar en la naturaleza una especie que presente al
observador mayor número de castas distintas; tienen todas, empero,
un tipo común de donde parten, y en rigor sólo dos son las
calidades esenciales que determinan su ser, y que las reúnen en una
sola especie; en ellas se reconoce al calavera, de cualquier casta
que sea.
1.º El calavera debe
tener por base de su ser lo que se llama talento natural por unos;
despejo por otros; viveza por los más; entiéndase esto bien:
talento natural, es decir, no cultivado. Esto se explica: toda clase
de estudio profundo, o de extensa instrucción, sería lastre
demasiado pesado que se opondría a esa ligereza, que es una de sus
más amables cualidades.
2.º El calavera debe
tener lo que se llama en el mundo poca aprensión. No se interprete
esto tampoco en mal sentido. Todo lo contrario. Esta poca aprensión
es aquella indiferencia filosófica con que considera el qué dirán
el que no hace más que cosas naturales, el que no hace cosas
vergonzosas. Se reduce a arrostrar en todas nuestras acciones la
publicidad, a vivir ante los otros, más para ellos que para uno
mismo. El calavera es un hombre público cuyos actos todos pasan por
el tamiz de la opinión, saliendo de él más depurados. Es un
espectáculo cuyo telón está siempre descorrido; quítenselo los
espectadores, y adiós teatro. Sabido es que con mucha aprensión no
hay teatro.
El talento natural, pues,
y la poca aprensión son las dos cualidades distintivas de la
especie: sin ellas no se da calavera. Un tonto, un timorato del qué
dirán, no lo serán jamás. Sería tiempo perdido.
El calavera se divide en
silvestre y doméstico.
El calavera silvestre es
hombre de la plebe, sin educación ninguna y sin modales; es el
capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla andaluz; su
conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro en otro,
escupe por el colmillo; convida siempre y nadie paga donde está él;
es chulo nato; dos cosas son indispensables a su existencia: la
querida, que es manola, condición sine qua non, y la navaja, que es
grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en
un cuerpo humano. Sus manos siempre están ocupadas: o empaqueta el
cigarro, o saca la navaja, o tercia la capa, o se cala el chapeo, o
se aprieta la faja, o vibra el garrote: siempre está haciendo algo.
Se le conoce a larga distancia, y es bueno dejarle pasar como al
jabalí. ¡Ay del que mire a su Dulcinea! ¡Hay del que la tropiece!
Si es hombre de levita, sobre todo, si es señorito delicado, más le
valiera no haber nacido. Con esa especie está a matar, y la mayor
parte de sus calaveradas recaen sobre ella; se perece por asustar a
uno, por desplumar a otro. El calavera silvestre es el gato del
lechuguino, así es que éste le ve con terror; de quimera en
quimera, de qué se me da a mí en qué se me da a mí, para en la
cárcel; a veces en presidio; pero esto último es raro; se
diferencia esencialmente del ladrón en su condición generosa: da y
no recibe; puede ser homicida, nunca asesino. Este calavera es
esencialmente español.
El calavera doméstico
admite diferentes grados de civilización, y su cuna, su edad, su
profesión, su dinero le subdividen después en diversas castas. Las
principales son las siguientes:
El calavera-lampiño
tiene catorce o quince años, lo más diez y ocho. Sus padres no
pudieron nunca hacer carrera con él: le metieron en el colegio para
quitársele de encima y hubieron de sacarle porque no dejaba allí
cosa con cosa. Mientras que sus compañeros más laboriosos devoraban
los libros para entenderlos, él los despedazaba para hacer bolitas
de papel, las cuales arrojaba disimuladamente y con singular tino a
las narices del maestro. A pesar de eso, el día de examen, el
talento profundo y tímido se cortaba, y nuestro audaz muchacho
repetía con osadía las cuatro voces tercas que había recogido aquí
y allí y se llevaba el premio. Su carácter resuelto ejercía
predominio sobre la multitud, y capitaneaba por lo regular las
pandillas y los partidos. Despreciador de los bienes mundanos, su
sombrero, que le servía de blanco o de pelota, se distinguía de los
demás sombreros como él de los demás jóvenes.
En carnaval era el que
ponía las mazas a todo el mundo, y aun las manos encima si tenían
la torpeza de enfadarse; sí era descubierto hacía pasar a otro por
el culpable, o sufría en el último caso la pena con valor y
riéndose todavía del feliz éxito de su travesura. Es decir, que el
calavera, como todo el que ha de ser algo en el mundo, comienza a
descubrir desde su más tierna edad el germen que encierra. El número
de sus hazañas era infinito. Un maestro había perdido unos
anteojos, que se habían encontrado en su faltriquera; el rapé de
otro había pasado al chocolate de sus compañeros, o a las narices
de los gatos, que recorrían bufando los corredores con gran risa de
los más juiciosos; la peluca del maestro de matemáticas había
quedado un día enganchada en un sillón, al levantarse el pobre
Euclides, con notable perturbación de un problema que estaba por
resolver. Aquel día no se despejó más incógnita que la calva del
buen señor.
Fuera ya del colegio, se
trató de sujetarle en casa y se le puso bajo llave, pero a la mañana
siguiente se encontraron colgadas las sábanas de la ventana; el
pájaro había volado, y como sus padres se convencieron de que no
había forma de contenerle, convinieron en que era preciso dejarle.
De aquí fecha la libertad del lampiño. Es el más pesado, el más
incómodo; careciendo todavía de barba y de reputación, necesita
hacer dobles esfuerzos para llamar la pública atención; privado él
de los medios, le es forzoso afectarlos. Es risa oírle hablar de las
mujeres como un hombre ya maduro; sacar el reloj corno si tuviera que
hacer; contar todas sus acciones del día como si pudieran importarle
a alguien, pero con despejo, con soltura, con aire cansado y corrido.
Por la mañana madrugó
porque tenía una cita; a las diez se vino a encargar el billete para
la ópera, porque hoy daría cien onzas por un billete; no puede
faltar. ¡Estas mujeres le hacen a uno hacer tantos disparates! A
media mañana se fue al billar; aunque hijo de familia no come nunca
en casa; entra en el café metiendo mucho ruido, su duro es el que
más suena; sus bienes se reducen a algunas monedas que debe de vez
en cuando a la generosidad de su mamá o de su hermana, pero las luce
sobremanera. El billar es su elemento; los intervalos que le deja
libres el juego suéleselos ocupar cierta clase de mujeres, únicas
que pueden hacerle cara todavía, y en cuyo trato toma sus peregrinos
conocimientos acerca del corazón femenino. A veces el
calavera-lampiño se finge malo para darse importancia; y si puede
estarlo de veras, mejor; entonces está de enhorabuena. Empieza
asimismo a fumar, es más cigarro que hombre, jura y perjura y habla
detestablemente; su boca es una sentina, si bien tal vez con chiste.
Va por la calle deseando que alguien le tropiece, y cuando no lo hace
nadie, tropieza él a alguno; su honor entonces está comprometido, y
hay de fijo un desafío; si éste acaba mal, y si mete ruido, en
aquel mismo punto empieza a tomar importancia, y entrando en otra
casta, como la oruga que se torna mariposa, deja de ser
calavera-lampiño. Sus padres, que ven por fin decididamente que no
hay forma de hacerle abogado, le hacen meritorio; pero como no asiste
a la oficina, como bosqueja en ella las caricaturas de los jefes,
porque tiene el instinto del dibujo, se muda de bisiesto y se trata
de hacerlo militar; en cuanto está declarado irremisiblemente mala
cabeza se le busca una charretera, y si se encuentra, ya es un hombre
hecho.
Aquí empieza el
calavera-temerón, que es el gran calavera. Pero nuestro artículo ha
crecido debajo de la pluma más de lo que hubiéramos querido, y de
aquello que para un periódico convendría ¡tan fecunda es la
materia! Por tanto nuestros lectores nos concederán algún ligero
descanso, y remitirán al número siguiente su curiosidad, si alguna
tienen.
Pasado mañana más...
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