De lenguas sibilinas,
venenosas y bífidas son los presentadores de los noticieros del país
que presenta Jano (Alejandro Viñuela Agra) en el espacio llamado Blog de Cómics. Algunos de
estos presentadores, los listos, saben que mienten pero no les
importa, y mucho menos cuando reciben sus sueldazos a final de mes,
son mercenarios del poder económico como también lo serían del
político si ambos no estuvieran danzando en pareja desde que el
mundo es mundo neoliberal. Otros, los que más, ignorantes de sus
propias limitaciones, difunden la mentira tras un sonoro “buenos
días” de sonrisas blanqueadas por los dentistas a sueldo de la
corporación. A estos últimos poco les importa lo que les obligan a
decir, sólo les motiva quedar bien en pantalla, como esos niños de
papá que son, arregladitos, peinaditos, anunciando sus juguetes...
¡Callad! Eso era de una canción.
28 de febrero de 2014
¡Ay, calavera!
Publicar este genial
artículo de Mariano José de Larra, a estas horas, y sin haber hecho
nada de provecho a lo largo de la semana tiene una única explicación
y es que la evaluación del primer blog a analizar me llevará un tiempo, tanto
como puede dar de sí la lectura de casi siete mil artículos, y no digamos
corregirlos (por el corrector sólo pasaré cuarenta, los diez primeros de cada autor). Ruego algo de paciencia, y que de momento disfrutéis todo
lo que podáis con Random Music, Humor Biliar, Cordero Degolla al
Gato y otros contenidos que aparecerán cuando menos lo esperéis.
He escogido, de entre la
extensa obra del articulista, un retrato costumbrista muy acertado dado el ambiente que me rodea, y, aunque Larra negara el derecho que tenían las mujeres a ser unas
calaveras, he llegado a sentirme muy identificada con algunos
fragmentos, por crápula, juguetona y hedonista. ¿Queda bien? ¿Queda
mal? ¿Y eso qué importa, si las grandes mujeres devienen grandes
porque son calaveras y hacen lo que les place cuando les conviene? Ahora bien, dejemos los debates para otros lares o momentos y ciñámonos al texto, que es lo que esta noche me interesa.
Los calaveras. Artículo
primero
Revista Mensajero, 2 de
mayo de 1835
Es cosa que daría que
hacer a los etimologistas y a los anatómicos de lenguas el averiguar
el origen de la voz calavera en su acepción figurada, puesto que la
propia no puede tener otro sentido que la designación del cráneo de
un muerto, ya vacío y descarnado. Yo no recuerdo haber visto
empleada esta voz, como sustantivo masculino, en ninguno de nuestros
autores antiguos, y esto prueba que esta acepción picaresca es de
uso moderno. La especie, sin embargo, de seres a que se aplica ha
sido de todos los tiempos. El famoso Alcibíades era el calavera más
perfecto de Atenas; el célebre filósofo que arrojó sus tesoros al
mar, no hizo en eso más que una calaverada, a mi entender, de muy
mal gusto; César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera
pasado en el día por un excelente calavera; Marco Antonio echando a
Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del Imperio, no
podía ser más que un calavera; en una palabra, la suerte de más de
un pueblo se ha decidido a veces por una simple calaverada. Si la
historia, en vez de escribirse como un índice de los crímenes de
los reyes y una crónica de unas cuantas familias, se escribiera con
esta especie de filosofía, como un cuadro de costumbres privadas, se
vería probada aquella verdad; y muchos de los importantes trastornos
que han cambiado la faz del mundo, a los cuales han solido achacar
grandes causas los políticos, encontrarían una clave de muy
verosímil y sencilla explicación en las calaveradas.
Dejando aparte la
antigüedad (por más mérito que les añada, puesto que hay muchas
gentes que no tienen otro), y volviendo a la etimología de la voz,
confieso que no encuentro qué relación puede existir entre un
calavera y una calavera. ¡Cuánto exceso de vida no supone el
primero! ¡Cuánta ausencia de ella no supone la segunda! Si se
quiere decir que hay un punto de similitud entre el vacío del uno y
de la otra, no tardaremos en demostrar que es un error. Aun
concediendo que las cabezas se dividan en vacías y en llenas, y que
la ausencia del talento y del juicio se refiera a la primera clase,
espero que por mi artículo se convencerá cualquiera de que para
pocas cosas se necesita más talento y buen juicio que para ser
calavera.
Por tanto, el haber
querido dar un aire de apodo y de vilipendio a los calaveras es una
injusticia de la lengua y de los hombres que acertaron a darle los
primeros ese giro malicioso: yo por mí rehúso esa voz; confieso que
quisiera darle una nobleza, un sentido favorable, un carácter de
dignidad que desgraciadamente no tiene, y así sólo la usaré porque
no teniendo otra a mano, y encontrando ésa establecida, aquellos
mismos cuya causa defiendo se harán cargo de lo difícil que me
sería darme a entender valiéndome para designarlos de una palabra
nueva; ellos mismos no se reconocerían, y no reconociéndolos
seguramente el público tampoco, vendría a ser inútil la
descripción que de ellos voy a hacer.
Todos tenemos algo de
calaveras más o menos. ¿Quién no hace locuras y disparates alguna
vez en su vida?¿Quién no ha hecho versos, quién no ha creído en
alguna mujer, quién no se ha dado malos ratos algún día por ella,
quién no ha prestado dinero, quién no lo ha debido, quién no ha
abandonado alguna cosa que le importase por otra que le gustase?
¿Quién no se casa, en fin?... Todos lo somos; pero así corno no se
llama locos sino a aquellos cuya locura no está en armonía con la
de los más, así sólo se llama calaveras a aquellos cuya serie de
acciones continuadas son diferentes de las que los otros tuvieran en
iguales casos. El calavera se divide y subdivide hasta lo infinito, y
es difícil encontrar en la naturaleza una especie que presente al
observador mayor número de castas distintas; tienen todas, empero,
un tipo común de donde parten, y en rigor sólo dos son las
calidades esenciales que determinan su ser, y que las reúnen en una
sola especie; en ellas se reconoce al calavera, de cualquier casta
que sea.
1.º El calavera debe
tener por base de su ser lo que se llama talento natural por unos;
despejo por otros; viveza por los más; entiéndase esto bien:
talento natural, es decir, no cultivado. Esto se explica: toda clase
de estudio profundo, o de extensa instrucción, sería lastre
demasiado pesado que se opondría a esa ligereza, que es una de sus
más amables cualidades.
2.º El calavera debe
tener lo que se llama en el mundo poca aprensión. No se interprete
esto tampoco en mal sentido. Todo lo contrario. Esta poca aprensión
es aquella indiferencia filosófica con que considera el qué dirán
el que no hace más que cosas naturales, el que no hace cosas
vergonzosas. Se reduce a arrostrar en todas nuestras acciones la
publicidad, a vivir ante los otros, más para ellos que para uno
mismo. El calavera es un hombre público cuyos actos todos pasan por
el tamiz de la opinión, saliendo de él más depurados. Es un
espectáculo cuyo telón está siempre descorrido; quítenselo los
espectadores, y adiós teatro. Sabido es que con mucha aprensión no
hay teatro.
El talento natural, pues,
y la poca aprensión son las dos cualidades distintivas de la
especie: sin ellas no se da calavera. Un tonto, un timorato del qué
dirán, no lo serán jamás. Sería tiempo perdido.
El calavera se divide en
silvestre y doméstico.
El calavera silvestre es
hombre de la plebe, sin educación ninguna y sin modales; es el
capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla andaluz; su
conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro en otro,
escupe por el colmillo; convida siempre y nadie paga donde está él;
es chulo nato; dos cosas son indispensables a su existencia: la
querida, que es manola, condición sine qua non, y la navaja, que es
grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en
un cuerpo humano. Sus manos siempre están ocupadas: o empaqueta el
cigarro, o saca la navaja, o tercia la capa, o se cala el chapeo, o
se aprieta la faja, o vibra el garrote: siempre está haciendo algo.
Se le conoce a larga distancia, y es bueno dejarle pasar como al
jabalí. ¡Ay del que mire a su Dulcinea! ¡Hay del que la tropiece!
Si es hombre de levita, sobre todo, si es señorito delicado, más le
valiera no haber nacido. Con esa especie está a matar, y la mayor
parte de sus calaveradas recaen sobre ella; se perece por asustar a
uno, por desplumar a otro. El calavera silvestre es el gato del
lechuguino, así es que éste le ve con terror; de quimera en
quimera, de qué se me da a mí en qué se me da a mí, para en la
cárcel; a veces en presidio; pero esto último es raro; se
diferencia esencialmente del ladrón en su condición generosa: da y
no recibe; puede ser homicida, nunca asesino. Este calavera es
esencialmente español.
El calavera doméstico
admite diferentes grados de civilización, y su cuna, su edad, su
profesión, su dinero le subdividen después en diversas castas. Las
principales son las siguientes:
El calavera-lampiño
tiene catorce o quince años, lo más diez y ocho. Sus padres no
pudieron nunca hacer carrera con él: le metieron en el colegio para
quitársele de encima y hubieron de sacarle porque no dejaba allí
cosa con cosa. Mientras que sus compañeros más laboriosos devoraban
los libros para entenderlos, él los despedazaba para hacer bolitas
de papel, las cuales arrojaba disimuladamente y con singular tino a
las narices del maestro. A pesar de eso, el día de examen, el
talento profundo y tímido se cortaba, y nuestro audaz muchacho
repetía con osadía las cuatro voces tercas que había recogido aquí
y allí y se llevaba el premio. Su carácter resuelto ejercía
predominio sobre la multitud, y capitaneaba por lo regular las
pandillas y los partidos. Despreciador de los bienes mundanos, su
sombrero, que le servía de blanco o de pelota, se distinguía de los
demás sombreros como él de los demás jóvenes.
En carnaval era el que
ponía las mazas a todo el mundo, y aun las manos encima si tenían
la torpeza de enfadarse; sí era descubierto hacía pasar a otro por
el culpable, o sufría en el último caso la pena con valor y
riéndose todavía del feliz éxito de su travesura. Es decir, que el
calavera, como todo el que ha de ser algo en el mundo, comienza a
descubrir desde su más tierna edad el germen que encierra. El número
de sus hazañas era infinito. Un maestro había perdido unos
anteojos, que se habían encontrado en su faltriquera; el rapé de
otro había pasado al chocolate de sus compañeros, o a las narices
de los gatos, que recorrían bufando los corredores con gran risa de
los más juiciosos; la peluca del maestro de matemáticas había
quedado un día enganchada en un sillón, al levantarse el pobre
Euclides, con notable perturbación de un problema que estaba por
resolver. Aquel día no se despejó más incógnita que la calva del
buen señor.
Fuera ya del colegio, se
trató de sujetarle en casa y se le puso bajo llave, pero a la mañana
siguiente se encontraron colgadas las sábanas de la ventana; el
pájaro había volado, y como sus padres se convencieron de que no
había forma de contenerle, convinieron en que era preciso dejarle.
De aquí fecha la libertad del lampiño. Es el más pesado, el más
incómodo; careciendo todavía de barba y de reputación, necesita
hacer dobles esfuerzos para llamar la pública atención; privado él
de los medios, le es forzoso afectarlos. Es risa oírle hablar de las
mujeres como un hombre ya maduro; sacar el reloj corno si tuviera que
hacer; contar todas sus acciones del día como si pudieran importarle
a alguien, pero con despejo, con soltura, con aire cansado y corrido.
Por la mañana madrugó
porque tenía una cita; a las diez se vino a encargar el billete para
la ópera, porque hoy daría cien onzas por un billete; no puede
faltar. ¡Estas mujeres le hacen a uno hacer tantos disparates! A
media mañana se fue al billar; aunque hijo de familia no come nunca
en casa; entra en el café metiendo mucho ruido, su duro es el que
más suena; sus bienes se reducen a algunas monedas que debe de vez
en cuando a la generosidad de su mamá o de su hermana, pero las luce
sobremanera. El billar es su elemento; los intervalos que le deja
libres el juego suéleselos ocupar cierta clase de mujeres, únicas
que pueden hacerle cara todavía, y en cuyo trato toma sus peregrinos
conocimientos acerca del corazón femenino. A veces el
calavera-lampiño se finge malo para darse importancia; y si puede
estarlo de veras, mejor; entonces está de enhorabuena. Empieza
asimismo a fumar, es más cigarro que hombre, jura y perjura y habla
detestablemente; su boca es una sentina, si bien tal vez con chiste.
Va por la calle deseando que alguien le tropiece, y cuando no lo hace
nadie, tropieza él a alguno; su honor entonces está comprometido, y
hay de fijo un desafío; si éste acaba mal, y si mete ruido, en
aquel mismo punto empieza a tomar importancia, y entrando en otra
casta, como la oruga que se torna mariposa, deja de ser
calavera-lampiño. Sus padres, que ven por fin decididamente que no
hay forma de hacerle abogado, le hacen meritorio; pero como no asiste
a la oficina, como bosqueja en ella las caricaturas de los jefes,
porque tiene el instinto del dibujo, se muda de bisiesto y se trata
de hacerlo militar; en cuanto está declarado irremisiblemente mala
cabeza se le busca una charretera, y si se encuentra, ya es un hombre
hecho.
Aquí empieza el
calavera-temerón, que es el gran calavera. Pero nuestro artículo ha
crecido debajo de la pluma más de lo que hubiéramos querido, y de
aquello que para un periódico convendría ¡tan fecunda es la
materia! Por tanto nuestros lectores nos concederán algún ligero
descanso, y remitirán al número siguiente su curiosidad, si alguna
tienen.
Pasado mañana más...
24 de febrero de 2014
Esquizolist: Gatos psicóticos y endogámicos
En tanto que el Random
Music de la semana pasada lo propuso directamente Abel Moriarty, no
fue una sorpresa comprobar el viernes (mentira porque vi el post el
domingo), de nuevo, que ciertas covers superan, y con creces, su
versión original; desde luego, letras que dicen “y si empieza a
llover a mi arco-iris subirás” mucho remedio no tienen, pero
suenan mejor con un trasfondo ska-punk que con los ritmos enlatados
del pop ochentero pertrechados por dos personajes, como ya vimos,
venidos a menos. Como dice en LasMilVidas, esta locura endogámica
casi roza el incesto, pero mientras el resultado no sea un Borbón,
nos da igual.
19 de febrero de 2014
CORDERO DEGOLLA AL GATO: Los Tertuli-Anos
Una risa gutural y sonora sale de mi garganta cuando al fin se descomprime el archivo; Dani Hellez me había hablado de la escatología de su viñeta, bastante relacionada con el Big Culo Day sólo que en un sentido diferente a lo que nos tiene acostumbrados desde su blog. Para aquellos que no lo sepan, el Big Culo Day “es una tradición dirigida por el señor Jotacé desde 2008 que se celebra alrededor del 14 de febrero -Día de los Enamorados-, supongo que en contraposición a esta fiesta aunque nunca haya caído en ella. Big Culo Day es una fiesta inventada (como San Valentín) para regocijo de los frikis que se reúnen ese día en el blog de Jotacé, y el mayor propósito es dibujar y exhibir culos, preferentemente comic-style”, nos aclara Dani. Ahora bien, ¿esperaba mierda resbalando por las paredes? Es posible, siempre pensé que la escatología era algo por el estilo; lo que no anticipé es el retrato que Cordero Degollado hace de los contertuli-anos de los programas televisivos serios, y no tanto.
17 de febrero de 2014
Esquizolist: A mi arco iris subirás
Para demostrar que no soy
la única enferma mental que corre por estos lares, Abel Moriarty de LasMilVidas ha
tenido la amabilidad de sugerir el tema de hoy en Random Music. Lo
sé, parece extraño que, aún sabiendo que él mismo debe darme
réplica el viernes, me arriesgue a servirle una entrada en bandeja
de plata; pero, ¿qué queréis que os diga? Ni soy tan mala como
parezco ni quiero dejar pasar la oportunidad de recordar lo mucho que
se nos puede ir la mano con la Esquizolist.
14 de febrero de 2014
Humor biliar: Hypokrites
Tal vez la hipocresía
(del griego hypokrites
-ὑποκρισία-) sea uno de mis temas de conversación
favoritos, en especial estos últimos tiempos, no preguntéis por
qué. La palabra, tan sonora, significa fingir sentimientos,
cualidades o virtudes que realmente no se tienen, bien porque se
quiere aparentar algo en sociedad, bien porque se necesita ganar
algún favor, o bien porque se tiene miedo.
No es difícil deducir
que dicha cualidad humana se puede utilizar para manipular ya
sea a través de los medios de comunicación o de las relaciones
interpersonales. Un ejemplo mediático, son los programas de
telebasura que muestran formas de comportamiento agresivas al
tiempo que fingen no tolerarlas. El otro día estuve en una cafetería
de barrio en el que tenían televisión por cable, con uno de esos
paquetes que lo incluyen todo, ¿adivináis qué canal estaban viendo
clientes y personal? Sí, ese. Basura en estado puro y sin embargo
líder de audiencia, espejo de los pobres y de las princesas de
barrio. Falso. Programado. Todo el mundo lo sabe, son conscientes del
engaño. Y les está bien.
Podemos ver hígados, yonkis inyectándose una dosis, pero no podemos fumar.
Fuente: Leolux IV para La curiosidad mató al gato.
|
11 de febrero de 2014
Soledad a dos voces
ELLA
Diciembre, son las cinco de la tarde en Manresa. La chica, una mujer joven
como cualquier otra de las que se pasean por la ciudad, se dirige al
domicilio de un hombre casi cuarenta años mayor que ella. Quiere
mantener el anonimato, el de los dos, y se reserva cómo le conoció.
Puede que por chat. Puede que en la cola de un supermercado. Nunca lo
sabremos con certeza.
Camina con paso decidido
hasta llegar al portal, cuando se para, piensa en cómo coño ha
llegado hasta allí y, aún así, aprieta el botón de la puerta. El
corazón le late a una velocidad espantosa, se siente insegura.
¿Realmente lo quiere hacer? Ahora es tarde para arrepentirse, acaba
de contestar el hombre que ha escuchado su respiración nerviosa
pegada al micrófono. “¿Eres tú?, “Sí”, “Sube”. Cuatro
palabras que es posible que no se debieran haber dicho nunca, pero es
su elección. Ya no puede anular la cita, ya no puede deshacerse de
las expectativas que se ha creado.
El esfuerzo de las
escaleras contribuye a aligerar la carga moral, moverse, correr,
saltar, cualquier actividad hubiese sido bienvenida, a través de la
tensión muscular salen los demonios que le bailan por dentro. Al
llegar al rellano, está tranquila. Abre, con voluntad de cerrar, la
puerta que la separa del piso, espera el olor a rancio, espera, tal
vez intrigada, imágenes groseras que puedan convencerla de dar
marcha atrás, pero no encuentra nada de eso en trapasarla.
Busca aquello que le
falta. Pero está convencida de que este hombre no lo es. Una masa
deforme de sesenta años no lo es, lo sabe, pero entonces, ¿cómo es
que le ha propuesto algo similar? La cámara de fotografiar que lleva
colgada del hombro derecho es lo que necesita por respuesta. “Me
gusta mirar”. Se afirma con la finalidad de no volver por donde ha
venido, apaciguar el deseo de huir; mientras el hombre se desnuda,
ella coloca su cuerpo y su anexo visual de forma estratégica, sólo
cuando está detrás de la cámara logra sonreír. Las rutinas del
oficio son ahora las escaleras. Vacía la mente. Intenta no pensar en
el árbol de Navidad del recibidor, ni en los recuerdos de familia
que decoran el comedor, ni en el oso de peluche que hay sobre la
cama de invitados. Ella quiere fotografiar la soledad, la
desesperación, la ignorancia, la pasión, la pena, la
esencia de la masturbación. Quiere fotografiar el invierno. ¿Es
cierto que lo hace por amor al arte?
Se mueve a cámara lenta.
A cada segundo, el ruido del obturador. El ritmo mecánico de la
fotografía, el placer extraño al presionar el botón del
disparador. Cada vez más osada pero menos cercana. Divertida.
Disfruta. Hasta que el hombre consigue el orgasmo, solo, desnudo,
vulnerable, ante la atenta mirada de su cámara.
ÉL
Camina, arriba y abajo,
por el piso, tiene la sensación que las agujas del reloj de pared no
se han movido, cada minuto parece una hora. Y faltan, todavía, cerca
de tres cuartos. ¿Vendrá? ¿No vendrá? ¿Qué pasará si lo hace?
¿Podrá? Se inquieta como un jovencito de veinte años, la edad que
tiene ella, lustro arriba, lustro abajo. ¿Es legal? Sí, claro que
sí, no se hubiese arriesgado de esta manera en caso contrario. Mira
hacia la puerta, el árbol de Navidad, la fotografía de su mujer, la
de su hijo en la ceremonia de graduación. Si le descubren, su vida
se acabará. Puede destruir, cargarse, hacer picadillo, veinticinco
años de matrimonio insatisfecho. ¿Le va la vida o se le escapa?
Razona delante del
espejo. Las luces de la calle, rojas y doradas como manda la
tradición, dan un aire festivo a su reflejo y ríe. Respira con
dificultad mientras lo hace, tiene que adelgazar y dejar de beber.
Puede que de fumar también. Ya no es tan joven. Revisa su perfil, se
sabe poco atractivo. Entonces, ¿por qué le ha escogido? ¿Y por qué
ha aceptado? No entiende las repuestas que le da su alter ego.
Siempre ha estado en un segundo plano, alienado de las decisiones, de
la vida, sin nada que se le dé especialmente bien, cuesta creer
que hoy sea él el centro de todas las atenciones. Hace tiempo que
nadie lo ve como un hombre, ¿qué hay de malo, entonces? Alterado,
pasea de lado a lado del salón, observado por los ojos familiares de
las estanterías. ¿La espera vestido o desnudo? ¿Podrá poner
alguna película? Espantado por el ridículo, excitado por la
posibilidad de quedar retratado, no sabe que sentir. Duda. Se rasca
la cabeza. Piensa. Entonces suena el timbre y tiembla. ¿Y si no
consigue una erección? Abre el primer cajón del mueble del salón,
coge una caja de medicamento y traga una pastilla azul. Nunca ha sido
capaz de hacer nada bueno, ¿por qué espera que ahora lo consiga sin
un poco de ayuda? Contesta. Escucha su respiración. “¿Eres tú?”,
“Sí”, “Sube”. El mecanismo de respuesta se ha activado, ha
reaccionado como esperaba, tarde o temprano la droga hará efecto y
entonces podrá redondear la jugada.
Escucha los pasos de la
chica sobre las escaleras; sube a un buen ritmo, es lo normal en una
mujer joven, aún le sobra energía, puede que tenga la que él
necesita. Desde primera hora de la mañana ha sentido caer sobre sus
hombros el peso de la vergüenza. ¿Cómo osa disfrutar de la
inocencia y curiosidad de una cría de su edad? Es cierto que ya no
es una niña, que ya debería saber diferenciar entre aquello que
está bien y aquello que no lo está. Pero, ¿quién dice que esto
que harán no está bien? ¿Quién tiene la potestad moral de
juzgarlo? La puerta se queja al abrirse y su miembro todavía no está
todo lo tieso que debería. La mira, como se mira a una criatura de
la imaginación, todavía no es consciente de la realidad. ¿Será un
efecto secundario? ¿Será ella mejor que la droga que acaba de
tomarse? La acompaña a la habitación de las visitas, habla de su
hijo, de su mujer, de los años que ha durado su matrimonio. De la
rutina. De la tristeza. De la Navidad. Y mientras se desnuda,
silencio. Y mientras se masturba, silencio. Y el mecanismo del
disparador. Y su respiración. Sólo sabe que ella está allí si
abre los ojos para fijar la mirada en la cámara tras la cual se
esconde. Y su mano alrededor de una verga que ahora no quiere
destrempar.
Silencio hasta que se
acaba, se limpia, ella le da las gracias, con una sonrisa y un
apretón de manos, y se va. Y le deja como estaba.
10 de febrero de 2014
Esquizolist: Ego boost
7 de febrero de 2014
Humor Biliar: We have cookies
Pocas cosas hay que
cuando cambian aporten algo o modifiquen el comportamiento de la
sociedad. Primero vino la palabra escrita, dominada por clérigos que
impedían el acceso de la plebe a la cultura; con la imprenta se
cambiaron las tornas, y el vulgo se internó no sólo en el arte de
leer sino también en el de contar, necesario para que lo primero se
diera; tras la imprenta llegaron las emisiones radiofónicas y las
televisivas, esta vez con contenidos controlados por los órganos
fácticos de poder (no nos engañemos, el pueblo llano nunca ha
tenido la capacidad adquisitiva suficiente para competir con esas
grandes empresas que se llevan las licencias de emisión); hasta
llegar a lo que hoy conocemos como Internet, un medio de comunicación
que permite al, hasta ahora, pasivo receptor escoger la
información que recibe y envía.
Desde mi punto de vista,
Internet como evolución es sólo comparable a la imprenta, a los
cambios sociales que generó esta invención, exquisitamente
relatados por Victor Hugo en Nuestra Señora de París (a ver si
pensabais que la versión de Disney era real), debido a que permite
al elemento más bajo emitir cualquier cosa, elaborar su propio
material, contar su historia desde el prisma único que da la
individualidad.
Por eso hoy he decidido
hacer un antes y un después gracias a los dibujos del gran Alberto Montt, un chileno avispado que en su blog Dosis diarias
habla de la realidad desde el cinismo exacerbado que muestran los que
hartos de estar descontentos con el mundo se ponen a crear. Como
cuando la imprenta.
Antes
Después
Feliz
fin de semana caballeras.
PD:
Come to the dark side, we have cookies.
Interiorismo: De la basura y de las personas
De todas las rutinas que
conformaban mi día a día, sólo dos eran remarcables. Servir copas,
cenas, cafés o cervezas estaba de más, siempre era lo mismo, a la
misma gente, ya conocemos el fenómeno de la “clientela habitual”,
también llamado “parroquia de bar”. Si hablara de mis anécdotas
con el cliente final, además de repetir algo que ya está escrito,
otro handicap (y acabo de alucinar porque esta palabra anglosajona
está aceptada por la RAE y por el IEC) es que no tendríamos espacio
suficiente en nuestras librerías para almacenarlas. ¿Son
divertidas? Claro, desde las propiciadas por pijos -y pijas-
remilgados hasta las protagonizadas por la élite molona de la
ciudad, no hay colectivo que se salve, ni siquiera los adeptos a la
juerga catalana. Todos son carne de cañón; cerebros que lo son
porque me creo que los tienen, capaces de dar pie a las situaciones
más absurdas que podamos imaginar. Sin embargo, me quedo con los
silencios, con el poco de paz que puede aportar clasificar el
reciclaje y desmontar la terraza, si hay suerte, a tan sólo un par
de grados bajo cero.
No son trabajos gratos,
en absoluto, pero hay muchos que de agradecidos no tienen nada y si
no se hacen, se nota (¡gracias!). El peso del carro de metal, el
ruido del entrechocar de cristales en su interior, latas y más latas
de refresco que otros se habían bebido, la botella de semidesnatada
que sólo gastaba la que se comía un croissant. Cada envase tenía
su historia, su dueño, pero ahí estaba, formando parte de la mierda
en general. “Da igual ser peón o Rey, todos tenemos los mismos
agujeros”, pensaba mientras aparecía una media sonrisa en los
labios. Es curioso como aprendemos a separar por colores a basura y a
personas: verde, botellas y viejos; amarillo, envases y morbosos;
gris, los restos de barrer. Si estuviera en mi mano, las calles
serían un gran Arco de San Martín. Hay tantas personas como
colores, y desperdicios para cada una de ellas.
No pude evitar pensar en
la pérdida de tiempo que suponía todo eso de reciclar. Lo hacía,
con gusto y con una determinada finalidad, hasta encontré la poesía
en ese momento. Pero también observé que somos capaces de generar
cuatro veces nuestro peso en desechos, y eso me hizo cuestionar todas
y cada una de las campañas que se diseñan desde Medio Ambiente para
ayudar a proteger el planeta. ¿No será más efectivo educarnos
desde bien pequeños a generar menos residuos? Y no sólo en cuanto a
objetos se refiere. Estoy convencida de que si fuéramos capaces de
eliminar ciertas costumbres seríamos mejores personas, habría menos
colores oscuros entre los contenedores de personalidad, y
reduciríamos, de forma drástica, el volumen de nuestras montañas
de bazofia. En lugar de reciclar, reutilizar.
3 de febrero de 2014
Esquizolist: Maníaca perdida
Maníaca perdida, al
menos eso es lo que pensarían los terapeutas de medio mundo si
supieran que comparto estas cosas con vosotros. Pero ya, para la poca
vergüenza que me queda, de perdidos al río.
Me encanta bailar, no lo
puedo evitar, cuando la música suena cierro los ojos, me dejo llevar
sin importar ni la hora ni el público que haya delante, creo que
bailando es cuando aparece la mejor sonrisa de la gente, la sonrisa
traviesa, cómplice y libre de quien baila por amor al arte.
2 de febrero de 2014
Interiorismo: ¿Quién la viste como puta?
Me complace anunciar que
hoy inicio una nueva sección, tras Humor Biliar y Random Music, creo
oportuno que retome mis quehaceres, no sólo porque todavía tengo
pendiente el primer análisis de blogs (¿adivináis qué bitácora
será la primera?) en profundidad, sino también porque escribir es
algo que necesito hacer, tanto como respirar, lo he intentado y no
puedo, no debo separarme de ese camino. La nueva sección,
Interiorismo, es un ejercicio de reencontrarme con la niña de ocho
años que recibía un diario por primera vez y lo garabateaba con
letras torcidas, apretadas y nerviosas.
Desde aquel momento pensé
que la palabra escrita era lo mejor que podía pasarme, me permitía
mutar, ser quién era y quién no al mismo tiempo; me sentía bien
mientras escribía, el tiempo pasaba volando cuando buscaba la mejor
palabra para definir la realidad que me envolvía. El papel fue, para
mi, el mejor amigo que tuve nunca; sólo temblaba cuando lo sostenía
entre las manos, no mentía, no juzgaba. La palabra no se inmuta y
permanece inmutable para aquellos que la quieran leer.
Sin embargo, pronto
aprendí que yo contaba realidades y no sueños, nunca fui capaz de
poner por escrito ninguna de esas ansias de volar que me invadían
por las noches, cuando mi cuerpo descansaba de toda la hostilidad del
mundo. Así que, como ocurre con tantos otros a los que leo, sólo
puedo hablar de aquello que veo, escucho o siento. No invento, tal
vez sea ese el motivo del velo oscuro de posibilidad que tienen todos
los cuentos que salen de mis manos.
Como tantos otros, presto
mis oídos a historias narradas por los demás, dándoles forma,
carácter, continuidad, respuesta o, en el mejor de los casos,
significado. En su momento, Sin Oficio ni Beneficio fue el lugar en
el que dejé caer todas esas verdades a medias, el quiebro a mi
realidad, personificado en el nombre de Jana (no se me da bien
renombrar a aquello cuya idea ya tiene nombre).
No creo que me falten más
razones para hacer de éste el relato que inaugure la sección. Ya
sabéis que cualquier crítica será bienvenida.
¿Quién la viste como puta?
Desvergonzada
El
pasado nos persigue; queremos evitarlo pero ahí está, persistiendo
en el empeño de darnos alcance y humillarnos de por vida. Todos
tenemos algo de lo que avergonzarnos. Una vez conocí a una chica a
la que su madre le insistió para que se prostituyera. La chica dijo
que no, aunque no sabe definir como se sintió, vio que su madre en
lugar de avergonzarse la tomaba con ella por no aceptar aquel dinero.
“150 euros cada una”, se ve que le dijo.
Todos
ocultamos secretos y creemos que estarán a salvo hasta que se
demuestra lo contrario. ¿Cuántos de vosotros habéis sisado del
monedero de vuestros padres? ¿Y de esos, cuántos han sido sinceros
y lo han reconocido de adultos delante de los mismos? Yo, en
ocasiones, iba un poco más allá pero muy a pesar de lo que digan,
era una buena chica y nunca supe mentir, así que me pillaban
siempre. No me avergüenza reconocerlo porque no podía guardar los
secretos entonces.
¿Hasta
qué punto podemos avergonzarnos de lo que hicimos o, como en el caso
de mi amiga, de lo que nos hicieron? Una cosa es el remordimiento, el
sentimiento de culpa, son sentimientos que definen nuestra humanidad,
que nos diferencian de otros animales. Sanos hasta que se convierten
en algo vergonzoso. Es entonces cuando pesan. La importancia de
nuestros errores se la confiere el grado de vergüenza que podemos
pasar si se descubre. Lo jodido del caso es que cuanto más tiempo
pasa, mayor se hace la carga.
En
la vida de aquella chica, ahora mujer, llegó un día en el que no
pudo soportarlo más. En lugar de guardarse el rencor, la culpa y la
vergüenza, decidió actuar en consecuencia con esos sentimientos. Me
lo contó, se lo contó a más gente, puede que no fuera el momento
más oportuno, ni en el lugar ni el medio adecuados, pero ya no le
pesa.
Profesionales de la
vergüenza
Dicen
que lo que sentimos depende de cada persona. Yo creo que lo diferente
no es el sentimiento sino nuestra forma de enfrentarnos a él. Cuando
nos traicionan o nos manipulan y nos vemos en medio de la trampa que
nos han preparado, lo primero que sentimos es impotencia, seguida por
el abandono y el miedo. Allá dónde nos alcance la vista sólo habrá
soledad. La persona se encuentra desamparada y, en esta delicada
situación, el miedo aprovecha para hacer su aparición. Nuestra
debilidad le alimenta, nuestra tristeza lo cobija. Viene sin ser
llamado y es poderoso, nos ciega y despierta nuestras dudas.
Ella
tuvo dos opciones: hablar en aquel momento o callarse. Creía que
podría aguantarlo para siempre, de verdad, lo reconoció hecha un
mar de lágrimas una tarde de octubre mientas me explicaba que sentía
que no había hecho nada que valiera la pena desde entonces. Y no
habló por vergüenza, por lealtad, las dos virtudes que deberíamos
aplicar con un poco más de mesura. Temía humillarse delante de su
familia, temía humillar a su madre, jamás se lo hubiese perdonado.
Jamás
hasta hace un mes. La vida te hace escoger: o los demás o tú; y
según cómo sean los demás, siempre es preferible que te quedes
contigo. Es una preferencia que de obvia parece absurda, incluso
cruel o egoísta. Pero en ocasiones no nos damos cuenta de que nos
reflejamos en las personas equivocadas, y lo hacemos durante tanto
tiempo que es posible que olvidemos quienes somos en realidad.
Ese
es el punto de inflexión de nuestra mente: hacemos lo que debemos
porque en realidad es un deber, no una voluntad, nos vemos atrapados
por esas personas que nos gobiernan, sentimos que se lo debemos todo
y dejamos que se aprovechen de nosotros sin que digamos basta. Cuando
ella decidió callar, dio poder al status quo, que se sintió
invulnerable.
Los
padres pueden hacer cosas horribles con sus hijos. Y no sé hasta que
punto son conscientes de ellas. Me aterra pensar que pueden actuar
así por necedad, porque no dan más de sí y porque creen a ciencia
cierta que esa es la única manera de proceder; pero lo que me da más
miedo de todo es que hay gente que actúa igual sabedora del mal que
puede ocasionar.
La falsa solución
En
el preciso instante que su madre pronunciaba aquellas palabras supo
que su cordura estaba al borde del abismo. Decidiese lo que decidiese
produciría una quiebra irreparable: si aceptaba la oferta que su
madre le proponía, renunciaría a su dignidad, a su libertad como
persona, se iniciaría en un camino que no le convenía; si la
rechazaba y hablaba, destruiría su familia, la única que tenía.
La
vía que escogió sólo la afectaba a ella y eximía de cualquier
peso a su madre, cargó ella con toda la responsabilidad cuando
guardó silencio. Aquella no era la solución, ni siquiera existía
la posibilidad de que funcionara.
No
podemos vivir eternamente en una mentira, en una falsa realidad que
nos preparan otras personas, fingiendo ser felices, fingiendo que nos
llevamos bien, fingiendo que no existe nada que ocultar. Ella no lo
pudo hacer, aunque bastaron dos años para que decidiera salir del
domicilio familiar. Había conseguido apartar aquel encontronazo de
su memoria inmediata pero ya no se sentía como en casa.
Dejó
de estudiar, se buscó un apartamento y se marchó. Y al cruzar el
umbral de la puerta notó como el respeto que sentía por su familia
se escapaba con su aliento. No supo definir con exactitud lo que
sintió en aquel momento. Alivio, un inexplicable rencor, pena,
libertad, indiferencia. También miedo. El miedo la acompañó y
trató de escapar de él, de distanciarse, de obviarlo. Era su
sistema para solucionarlo todo, huir. Yo no digo que no tuviera
razones pero, ¿no hubiese sido más sencillo hacerlo bien desde el
principio?
La duda razonable
¡Intentó
justificarla! Entender por qué su madre le pidió algo así. Y no pudo. ¿Es acaso nuestro deber como
hijos obviar las vilezas que nuestros padres pretenden cometer contra
nosotros? Doy por hecho que no todo el mundo se ha visto envuelto en
una historia como esta y que, por lo tanto, la respuesta debe ser
difícil de dar. No podemos ponernos en la piel de alguien a quien
han humillado de esta manera.
Ella
lo supo entonces: contárselo a alguien supondría ganarse la
etiqueta de falsa para el resto de sus días. Dignificaba la repudia.
Significaba la alienación. Porque honrarás a tu padre y a tu madre
por encima de todas las cosas. Ella no podía pero lo intentaba.
CREÍA QUE AQUELLO ESTABA BIEN. De hecho, nadie cree que una madre
sea capaz de tales cosas. Pero yo he visto a madres primerizas
esnifando cocaína delante de sus hijos acabados de nacer, otras que
les ofrecían un poco de lo mismo para que pasaran el mal trago de
una ruptura, unas pautas de comportamiento absurdas que hacen dudar
de ese papel de madre.
La
pared maestra sobre la que descansaba toda su vida estaba podrida,
era de madera vieja, carcomida, enferma. Pero ella no lo quiso saber.
De vez en cuando, acusar a alguien supone reconocer la propia culpa,
y no todo el mundo está dispuesto a pasar por ese aro. Ni mucho
menos. Esos deslices nos avergüenzan y por eso nos los callamos.
Necesitó
cuatro años para comprender que escondiendo todo aquello se
engañaba, todo por no cambiar su situación, todo por no admitir sus
errores; cuando lo conveniente era hacerles frente con dignidad. Sólo
así podía evitar cometerlos de nuevo. Sin embargo, ella no se
caracterizaba por ser una persona racional. Sus principios eran
rígidos e inamovibles en aquella época y nosotras no nos olíamos,
ni por asomo, aquel drama. Durante todo ese tiempo, dudó entre ser
quien habían hecho que fuera o ser quien ella necesitaba ser.
Jana
Su
cordura estaba en juego pero no tenía ni los medios ni las agallas
para enfrentarse, de cara, al más remoto de los pasados, al cruce de
reproches y a la ira. Me parece importante destacar una cosa muy
curiosa: nuestro problema con el miedo es el propio miedo. Empezamos
por temer la oscuridad y acabamos por espantarnos de nuestra
capacidad de sentirlo. ¿No es común a todos los animales? Lo único
que ella pretendía era no sentirlo jamás, le asustaba el poder
paralizante que tenía aquella sensación.
Y
continuó con su huida. Primero del nido familiar, después de la
universidad, dejó que por sus vicios fracasaran todos sus conatos de
futuro porque con sus vicios superaba el miedo. Ella también sabía
que hacía mal, creo que todos sabemos cuando nos estamos
equivocando, pero ella no conseguía encontrar el valor para
finalizar aquella espiral. Ver la realidad tal y como era no le
interesaba. Tal vez esperaba una reacción por parte de su familia.
Unas disculpas. Ayuda.
Mientras
me explicaba lo oscura que había sido su vida, decidí permanecer en
un silencio sepulcral, interrumpir aquella historia hubiese sido una
nueva falta de respeto que Jana no se merecía. Tenía en mis manos
su recuperación, sólo debía escuchar, preguntar como me enseñaron
en la universidad.
Ahora
bien, pretender explicar su comportamiento en unas líneas no es tan
fácil como parece. En primer lugar porque no me puedo poner en su
piel, de ninguna de las maneras (una cosa es que considere que mis
padres adoptivos me dejaran un poco de la mano de Dios y otra muy
diferente es lo que le hicieron a ella, ya lo veréis). Explicar una
historia que no es la mía sé hacerlo, pero no sé como llegaré a
transmitir el horror que ella nos relató. La empatía no es mi
fuerte así que intentaré hacerlo lo mejor que pueda.
Después
de todo, ¿es la vida fácil para alguien? No. Nuestras decisiones
son nuestras, y ella ya tenía una cierta edad cuando todo se salió
de madre (y nunca mejor dicho): era su responsabilidad. Lo que quiero
decir con esto es que por mucho que le pese no me mueve, tampoco, la
compasión. No pretendo ser dura con ella.
Finalmente,
y porque no quiero que esto se vea como una crítica sin corazón, he
de reconocer que todos tuvimos un poco de culpa. Porqué vimos hacia
dónde se dirigía, vimos el brillo de la autodestrucción en sus
ojos y actuamos tarde, muy tarde. Hacer las cosas a destiempo es
nuestra especialidad, si no hubiese sido por cinco personas
verdaderamente preocupadas lo más probable es que Jana no hubiese
vuelto a ser la misma jamás.
Una persona normal
Si
Jana hubiese sido una persona normal, lo más correcto sería empezar
el relato pues como empiezan todos los relatos. Quién era, cómo la
había conocido y qué sabía de ella son las tres preguntas que todo
escritor debe poder responder acerca de sus personajes. Pero Jana
tiene un handicap, algo muy simple, y es que ella no es un personaje,
ella es real. Como vosotros, como yo. Jana tiene un pasado, un
presente y un futuro que, según dice, está muy lejos. No es lo
mismo inventarse una historia que explicar algo que ha ocurrido de
verdad. Con mis palabras vosotros formaréis una imagen y me gustaría
que ésta se correspondiera con la realidad. Se lo debo.
La
sorpresa fue increíble cuando me dijo que quería que contara su
historia. Ya sabéis, proyecto de escritora con crisis de inspiración
recurre a las amigas para continuar con la redacción de un libro que
igual nunca verá la luz, se dan miles de casos cada día. Pero lo
cierto es que su carácter me inspiraba. Fría, distante, algo
engreída, el individualismo la caracterizaba, por eso no me explico
que decidiera confiar en mí de aquella manera. Sea lo que fuere lo
que motivó a Jana, sus secretos parecían no tener fin. No podía
desaprovechar esa oportunidad.
Nadie
te regala un personaje. Aunque siempre me ha gustado contar
historias, es una malformación que me viene de muy jovencita, y a
pesar de haber estudiado periodismo, la realidad no me interesa
demasiado. Explicar qué, cómo, porqué, quién y cuándo no me
parece relevante, digamos que me interesan más los conceptos
abstractos. Mi problema con los personajes que elaboraba es que estos
jamás tenían fondo, no eran reales; arquetipos como Verdad o
Mentira, como el pianista o su vecina, todo eran invenciones. Jana me
ha dado la oportunidad no sólo de relatar la realidad como me
enseñaron, sino también de retratar ese mundo interior de las
personas que tanto me entusiasma. Porque Jana es una mujer completa,
extraña, una paradoja en sí misma: ella es porque no debería ser.
Y ese argumento pudo conmigo.
Parchwork
De
acuerdo, no sé cual de las dos fue la que propuso explicar al mundo
aquella historia. Jana dijo que tenía una verdad que contarme, yo la
creí, y entre alguna que otra broma dejé caer la idea de
escribirla. Supongo que no me parecería tan chistosa cuando aquí
estoy. O tal vez ella, a sabiendas de lo que me iba explicar, urdiera
todo el plan sólo para poder ver su autobiografía redactada. El
resultado es el mismo en cualquiera de los dos casos: permanecer
sentada delante del ordenador tratando de ordenar y comprender los
fragmentos de vida que Jana me regaló.
Ella
lo hizo por necesidad: todos aquellos secretos, dijo, pesaban una
tonelada y, aunque se consideraba una mujer fuerte, sabía que no
podía soportarlos SOLA durante mucho más tiempo. Por encima de
cualquier otra cosa en el mundo, afirmaba, ella sólo quería ser
feliz y estar vacía, no tener que preocuparse más por lo que había
hecho mal o por lo que le habían hecho mal. Aquella noche de
octubre, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, me
repartió retales de su experiencia y me asignó el papel de
guardiana.
Por
mi parte, yo sólo me debo al oficio que escogí, todo lo demás
tiene que ir relacionado, así que cuando escuché aquella
información mi cerebro se puso a trabajar de inmediato: tenía que
hallar la manera de hacerlo público sin que sonara a compasión, sin
que fuera en detrimento de la dignidad de Jana. No sé si me explico
con suficiente claridad. Jana no sólo me explicó aquella «anécdota»
con su madre, había tratado mal a muchas personas a consecuencia de
unas experiencias que tal vez no debería haber vivido y se sentía
culpable. No, no fue una conversación de una hora. Fue toda una vida.
¿Es
importante su historia? Pues tanto como la vuestra, y todos tenemos
derecho a contarla aunque sea sólo una vez. Visto desde lejos,
incluso puede parecer normal, algo que ocurre hasta en las mejores
familias: el respeto hacia unos padres que no se lo merecen es esa
rémora del cristianismo que aún no hemos conseguido quitarnos de
encima. Desde mi punto de vista, actuar de esa manera me parece un
absurdo y no puedo tolerar, mis principios no me lo permiten, que una
situación como esa se mantenga en el tiempo: la vergüenza de Jana
era la mía, pero yo no podía fingir que no lo sabía, la rabia y la
impotencia son sentimientos que no llevo bien.
Arquetipo
Hace
tiempo, antes de conocer a Jana personalmente, creía que era una
mujer segura de sí misma, independiente, la mujer profesional,
juiciosa y trabajadora que todas queríamos ser. Caminaba por la
facultad como si no le importara nada ni nadie salvo ella misma,
imponiendo una distancia entre ella y el resto, como si se tratara de
una taza de café demasiado caliente. Aquella imagen que tenía de
ella duró hasta que conversamos por primera vez: dudaba, de una
forma muy graciosa además, de las palabras que decía, tartamudeaba
cuando hablaba para varias personas a la vez, y enrojecía con una
facilidad espantosa. En realidad, era como una niña tímida que se
escondía detrás de mis faldas cuando rondaba algún desconocido.
Durante
los primeros meses de carrera aquel comportamiento cambió: su
timidez quedó atrapada tras la máscara del orgullo. Creo que es
porque ella se dio cuenta de que la imagen que proyectaba no se
correspondía con la realidad y, en lugar de intentar ajustar la
proyección, que no era más que una fantasía, decidió cambiar todo
lo demás. Yo no lo entendí: la Jana que me gustaba, la que gustaba
a todo el mundo, era la que enrojecía y no la que asistía a las
clases con las gafas de sol puestas.
Dejó
a su pareja de muy malas maneras, renunció al contacto diario con su
mejor amiga, que lo único que hacía era intentar evitar que se
desviara aún más. Me mantuve a su lado cuando nadie más lo hizo:
aquella nueva forma de hacer no agradaba a nadie; es más, ni
siquiera ella estaba conforme, pero lo hacía y no podía parar.
Fueron años de hachís, marihuana y cocaína, drogas que conseguía
por muy diferentes vías, algunas inimaginables, otras crueles, y
siempre mediante el engaño.
Tampoco
hablaba nunca de su pasado, como si éste no debiera importarme.
Cuando alguien mantiene con tanto celo esa parcela de su vida es
porque tal vez no sienta alegría al recordarlo. Pero, veréis,
cuando somos jóvenes (o adultos pasivo-agresivos) no tenemos la
capacidad de comprender lo mucho que dicen de nosotros nuestras
experiencias, los demás y sus circunstancias no nos importan. Era su
derecho mantener su vida privada para ella, lo único que yo debía
hacer era no juzgar nada de lo que hiciera, a cambio recibiría apoyo
total y absoluto de por vida.
Notas sobre los
cambios a peor
No
debían ser más de las nueve y media cuando Jana traspasó el umbral
de mi puerta. Sus pupilas la delataban, puede que llevara un par de
noches sin dormir, hasta hace poco más de un año aquel proceder era
habitual para ella; no diferenciaba el fin de semana del resto de
días. Creí que empezaba a ser peligrosa para ella misma y decidí
abordarla como sólo hacen las buenas amigas. La mujer que se
presentó en mi casa aquella noche no tenía nada que ver con la
joven promesa del periodismo que pasaba las tardes leyendo o
estudiando sobre el césped del campus.
Lo
peor era que no reaccionaba, cuando se miraba en el espejo no veía la
misma desolación que yo; ni la tez pálida o las mejillas hundidas,
ni su mirada inyectada en sangre. Los ojos, como la memoria, tienden
a ser selectivos con las imágenes que transitan por las retinas.
Supongo que la fuerza de la costumbre, la reiteración de su reflejo
demacrado, hizo que no percibiera el cambio que se había dado en su
físico.
Ella
no sabía a lo que venía, por eso me abstuve de recibirla con una
frase tipo «vaya aspecto tan horrible», sólo hubiese conseguido
que se pusiera en guardia, y cuando Jana se ponía a la defensiva era
imposible penetrar en su conciencia. No veía, no hablaba, sólo
escuchaba y asentía hasta que le tocaba el turno de palabra. Para
entonces, cualquiera que hablase con ella debía estar preparado para
un arranque de furia verbal.
Mientras
entraba en el salón, ya con una cerveza en la mano, recordé los
primeros meses de clase y a la niña-mujer que conocía. Si bien
nunca se había caracterizado por tener una paciencia de santa, la
mayoría de las veces se contenía y medía, en cierta manera, sus
palabras. Su objetivo no era ofender, tal vez era adoctrinar, pero
eso ya lo decidiremos entre todos más adelante. Lo que quiero decir
es que, dentro de lo que cabe, se relacionaba de una forma bastante
sana con las personas que la rodeaban.
Cinco
años de adicciones variadas más tarde, no quedaba un sólo indicio
de respeto hacia los demás en lo que decía. Era como si todos
fuésemos culpables de algo que debíamos saber pero que en realidad
no sabíamos porque ella no nos lo contaba.
Drama queen
No
fue fácil enfrentarme. Por un lado, no se me daba muy bien hablar,
en el lenguaje oral no conseguía hacerme entender a la perfección,
lo mío siempre fue decir las cosas por escrito y tenía miedo de no
encontrar las palabras adecuadas. Por el otro, temía que se
ofendiera y la probabilidad de que aquello ocurriera era muy elevada.
Jana ha destacado estos últimos cinco años por hacer gala de una
extraña y excesiva susceptibilidad, intuyo que como efecto de su
adicción. Se defendía de todo y lo hacía atacando. Cualquier
comentario podía ser tomado como una ofensa, cosa que daba pie a que
la gente adoptara medidas drásticas con el fin de evitar una
revolución. Yo no quise dejarla sola a pesar de todas las escenas
que me montó.
Era
una drama queen por excelencia, Jana no escatimaba recursos cuando
trataba de rebatir las supuestas amenazas. Sus gritos, desaires y
sarcasmos podrían haber sido dolorosos si me los hubiese tomado muy
en serio. Sin embargo, algunos de nosotros -muy pocos a decir verdad-
preferimos asumir aquella nueva cara de Jana como algo pasajero.
Pensamos en el dicho que reza «muerto el perro, se acabó la
rabia». Jana tenía un problema de base que no eran las drogas, que
iba más allá de todo aquello y queríamos que lo solucionara.
No
hay nada de malo en querer que una persona se recupere. Puede que
alguien lo hiciera por morbo o por la satisfacción de aconsejar, no
sé por qué lo hicieron los demás, de verdad. Cada persona tiene
sus motivos para actuar y todos son egoístas, siempre. El mío era
bien sencillo: no quería sentirme responsable si le pasaba algo
malo. Sabía que tenía un problema, ¡debía actuar en consecuencia!
No se puede dejar suelta a una criatura que no sabe defenderse; igual
que abrigamos a nuestros bebés, cuando somos adultos también
necesitamos protección y, sobre todo, apoyo.
Jana
estaba desquiciada, perdida, pero sabíamos que ella no era así. Por
eso la invité a casa, por eso lo preparé todo para que no pudiera
sentir presión alguna, por eso quise que todo resultara perfecto y
por eso pasé más de doce horas hablando con ella.
La trampa
Perdonar
o ser perdonado no venía al caso. Ni nosotros éramos culpables ni
lo era ella: cada uno de nosotros escoge su camino con cierta
libertad, según su carácter y experiencias, y mientras no nos
aprovechemos de los demás con malas artes no debemos sentir
remordimientos. Fuera lo que fuere lo que carcomía su integridad
hasta el punto de hacerla querer olvidar la realidad en la que vivía,
debía ayudarla a que se desprendiera de ello. Todos los que apoyamos
aquella intervención lo hicimos lo mejor que pudimos, cambiar sólo
dependía de ella. Queríamos hacer público nuestro apoyo,
demostrarle que no estaba sola, que no debía hacerlo sola porque ya
había demostrado con creces que no era capaz.
No
creo que sospechase nada, Jana no era una de esas mujeres intuitivas
que se olían los problemas mucho antes de que estos aparecieran. Si
hubiese sido así yo no os explicaría esta historia, vosotros no
conoceríais a Jana y ella seguiría tan tranquila con su vida tal y
como hace ahora. No creo que nuestras realidades hubiesen cambiado
mucho si ella hubiese sido capaz de prever los embrollos en los que
por inconsciencia o por ignorancia se había metido.
Aquella
noche, antes de la gran confesión, me relató entre risas alteradas
por sus constantes viajes al baño unos cuantos de aquellos
accidentes, algunos fortuitos, resumiendo su vida en dos sencillas
palabras. «Soy torpe», me dijo mientras se levantaba por enésima
vez del sofá. No pude evitarlo, yo también quería hacer lo que
hacía ella, «sólo por esta vez» me repetía.
-Jana,
lo que haces en el lavabo también lo puedes hacer aquí -dije
señalando la mesa de café-. Sabes que no me molesta.
Supongo
que la pillé con la guardia baja. Fue entonces cuando cayó en que
algo no andaba bien. La cena, el vino, la cerveza, el ron con limón
y mi permiso para hacer algo que no debía hacer. Retrocedió lentamente hasta quedar de pie delante de mí.
Ella vio la trampa y yo me sentí impotente.
Eliminar el tabú
Jana
tenía una mirada y una forma de hablar que intimidaba, pero sólo a
los desconocidos. Por eso no me asusté cuando vi la expresión que
se dibujó en su cara; aquella mezcla de enfado, protesta, sorpresa e
indignación hacía que su rictus fuera, más que amenazante, cómico.
Admito que esa faceta suya me parece muy entrañable, cuando se
asombra parece una niña el día de Navidad. Si bien en aquel momento
una mueca de rabia también se vislumbró en su semblante, hubiese
jurado que la treta que entre todos le preparamos le hizo ilusión.
Le
pedí que se sentara y que se relajara. Lié un cigarrillo, le serví
una copa de cerveza y le tendí mi DVD de Pulp Fiction. Nunca tan
poco dijo tanto. Estaba preparada para lo que tuviera que echarme en
cara, conocía las consecuencias de lo que estaba haciendo, por eso
decidí involucrarme en su juego. Una conversación de igual a igual,
sin ningún tabú que nos coartara.
Tras
los surcos que dejaba la droga aparecían las palabras que Jana nunca
se atrevió a decir. No estaba alterada, ni siquiera emocionada. Me
habéis visto decir en infinidad de ocasiones que en aquel momento
Jana lloraba. Y es cierto que de sus ojos caían las lágrimas, pero
era uno de esos llantos tranquilos, sin histerias, era el llanto que
sustituía al grito. Hablaba durante largos ratos y luego pasaba
otros tantos en silencio, esperando una reacción por mi parte,
alerta.
Se
sentía culpable, mucho, por haberse dejado perder, por caer en las
redes de aquella cosa odiosa que tenía entre las manos. Pero no lo
podía evitar, decía, tenía muchas cosas por olvidar. Dejé que se
soltara cuanto pudiera, observaba cada movimiento con interés, debía
saber cuando mentía y cuando decía la verdad. No existe ninguna
manera de diferenciar al duende de la persona si esta se encuentra
bajo los efectos de las drogas, tenía que olvidar aquello de que los
borrachos siempre dicen la verdad.
Los
borrachos dicen groserías, independientemente de si las creen o no.
Ella hacía lo mismo. Sin embargo, el silencioso flujo de agua no
tardó en despejar todas las dudas que albergaba sobre su sinceridad.
No es que le tuviera fe ni que confiara demasiado en ella, más bien
fue la certeza de saber que su crimen no era tan grave como para no
concederle la oportunidad de explicarse, de reformarse.
En trance
Antes
de romper a llorar, y con toda la serenidad que fue capaz de reunir,
siguió mi consejo de sentarse y me preguntó, con un timbre de voz
más oscuro que el habitual, por qué la había citado en mi casa.
Jana nunca se andaba con rodeos, el camino más corto para resolver
una duda era, según su parecer, cuestionarla directamente. El sonido
salió de dentro, como si las palabras se fabricaran en alguna
oquedad entre el estómago y el diafragma. Hablaba despacio, quería
que la escuchara, claro, todos lo queremos, pero además quería que
la entendiera y necesitaba entenderse.
Me
había preparado para una noche de gritos y sarcasmos, tenía la
lista de conceptos a tratar y rebatir grabada a fuego en mi cerebro,
estaba dispuesta a recurrir a la violencia verbal -esto es, a ponerme
en su nivel- para que me escuchara. No tenía manera de saber si
aquello era una treta para bajarme la guardia o la reacción natural
que todos esperábamos que tuviera algún día. La vi indefensa,
expuesta, y la abracé. «Te queremos, Jana, mucho más de lo que
estás dispuesta a aceptar porque, y espero que algún día nos
expliques los motivos, tú no quieres querer a nadie; por eso no
podemos quedarnos de brazos cruzados mientras dejas que tu vida se
vaya por el sumidero».
«Sabes,
hace tanto tiempo que esperaba este momento que ahora no sé cómo
reaccionar, espero que lo entiendas. No sé si os referís sólo a
las drogas, o al trabajo o a todo en general, pero en mi cabeza esta
conversación la he mantenido muchas veces. No sois los únicos que
os dais cuenta de que tengo un problema, lo que ocurre es que no
sabéis cuál es y lo reducís a un par de factores que, desde mi
punto de vista, tienen el mismo peso que mesurar el gasto energético
un día de huelga general».
Había
cambiado el sarcasmo por la metáfora, la ironía por la
argumentación. ¿Acaso era posible que se hubiese preparado para un
diálogo de estas características?
«Lo
peor de todo es que quise creer que sería otra persona la que me
sentara a su lado, en otro sofá, para pedirme por favor que parara.
Lo peor de todo es que empiezo a sentir que eso no ocurrirá jamás,
lo siento incluso cuando no debería sentir nada, cuando amanece y
mis pupilas siguen dilatadas. No quería que vosotros ejercierais ese
papel porque el drama debería estar protagonizado por una persona
que, de nuevo, se ha desentendido por completo de mi obra».
Jana
estaba en trance, hablaba conmigo pero no a mí, me hallaba ante una
mujer desconocida, dolida y aterrorizada.
La cuerda
Me
había preparado un buen montón de motivos por los que Jana debía
enmendarse, situaciones ante las que debía responder, era una adulta
que no podía permitirse durante más tiempo actuar como una
adolescente conflictiva porque su vida dependía de ello. Pero en
aquel contexto no me atreví a decir palabra. Jana estaba tan
abstraída que ni siquiera percibió que comenzaba a llorar y dejó
que el agua resbalara hasta caer sobre sus tejanos negros, tampoco la
súbita humedad parecía incomodarla. Hay momentos, como aquel, en
los que una persona lo único que necesita es silencio, un poco de
paz que ponga en orden ideas y emociones muy complejas.
«Y
no está bien que la odie tanto, que la culpe, no está bien. Pero
todo esto, lo que soy... ¿lo hubiese sido sin ella?»
Intenté
atar cabos. Aunque Jana no era muy habladora con respecto a su
familia, en alguna visita a su casa si que tuve la oportunidad de
conocerla. Padrastro, madre, madre de la madre y hermano por parte de
madre pero no de padre, el hermano del que había cuidado y del que
se enorgullecía; eran normales, como son en todas las casas o al
menos dieron esa impresión.
«Confié
en ella más que en cualquier otro ser humano. Pero no sólo no tiene
la decencia de pedirme disculpas sino que además se separa de mi
camino, el que ella marcó, y de las terribles consecuencias que me
podría acarrear el haberlo tomado, y deja que seáis vosotros los
que os situéis delante del tren en marcha».
Al
menos sabía que yo estaba allí. La tomé de la mano cuando esta le
empezó a temblar. Necesitaba contacto, calor, una cuerda que la
sujetara a la realidad. El cerebro no está preparado para funcionar
bajo los efectos de una carencia de sueño prolongada, lo sé porque
yo también lo he vivido, cuando no duermes o duermes mal, eres
incapaz de razonar. Jana estaba haciendo un
gran esfuerzo por conseguirlo, invirtió tanta energía que su cuerpo
comenzó a moverse con el fin de liberarla y no sufrir un colapso.
Con
el contacto de su piel pude percibir el pulso acelerado. Me imaginé
un animal lleno de heridas, unas suturas torpes practicadas por manos
inexpertas que no habían logrado hacerlas cicatrizar, unos
calcetines llenos de remiendos repartidos sin concierto.
Techos altos, escasa
luz y mucho silencio
Acostumbrada
a sus momentos de gloria más que a los de debilidad, no supe qué
hacer. Cualquier palabra que dijera, cualquier crítica hacia la
mujer de la que hablaba, podía ser tomada como una ofensa. Incluso
el silencio. Pero no tenía nada que decir. Me quedé sin palabras y
sin poder reconfortarla porque nadie está preparado para saber que
una madre no ha cumplido con su papel. Si hay algo que los de mi
generación tenemos claro es que si no lo quieres hacer lo mejor que
puedas, no tengas hijos.
«Todo
pasó en otoño de 2006. En casa no estaban pasando un buen momento,
de hecho nunca lo pasan, no entiendo cómo. Mi madre perdió
su trabajo en la frutería del barrio, vendieron el local a una
cadena de supermercados pakistaníes que al cabo de dos años lo
revendió a una cadena de supermercados chinos. ¿Quién iba a
contratar a una frutera de 46 años sin estudios superiores?»
Reconocí
en su tono de voz un ligero enfado más cercano a la resignación que
a la ira. Tal vez nos equivocábamos con Jana y ella tenía tantas
ganas de cambiar como nosotros de que cambiara, tal vez llevara
tiempo esperando aquella oportunidad de explicarse, de vaciarse para
así poder hacerlo a su gusto, sin ataduras ni remordimientos ni
secretos que ocultar.
«No
le quedó más remedio, o tal vez sí y no hizo todo lo que pudo, que
dedicarse al noble oficio de la limpieza en pisos y casas
particulares. Todo lo que se pone en sus manos envilece, incluso
cuando se trata de limpiar retretes. Mi madre tiene esa capacidad,
igual que mi abuela. Ni sé ni quiero saber cómo consiguió sus
primeros trabajos, sólo sé que en uno de ellos conoció a
Lucas”.
Cada
vez que mis oídos percibían aquel nombre, todo mi cuerpo se ponía
alerta, cuando Jana le mencionaba, hacía referencia a algún tipo de
información turbia.
«Ojalá
jamás me hubiese presentado en aquella casa, aquella noche. Mi madre
me llamó contenta, juraría que hasta excitada, mientras me
arreglaba para salir con vosotras; me dijo que fuera, que estaba en
una fiesta con unos amigos. La creí, como siempre había hecho. ¡Era
mi madre! Y aunque me cueste admitirlo lo será toda la vida. Fui,
pero cuando llegué, el único rastro de fiesta que quedaba era una
roca blanca sobre la mesa. Ni gente, ni música. Sólo mi madre y
Lucas. Y cocaína».
Imaginé
un piso de l’Eixample barcelonés, un salón-comedor de techos
altos, escasa luz y mucho silencio.
Batín de baño y
salto de cama
«Lucas
sólo llevaba puesto un raído batín de baño. Todo en aquel lugar
parecía viejo, desusado, incluso los modernos muebles, todo estaba
cubierto por una fina y molesta capa de polvo que no debería haber
estado allí. Saludé, mi madre nos presentó y me senté en la silla
que quedaba más alejada de aquellas dos personas. No reconocí a mi
madre, pero tampoco conseguí identificarme con la imagen que tenía
de mí. Ahora poco importa. Me serví una copa de la botella de Jack Daniel’s
que había quedado olvidada al pie del sofá, aquello no tenía
ningún sentido».
La
miré atónita. No supe discernir si se justificaba, si pretendía
eludir su responsabilidad vertiéndola sobre su madre o si, por el
contrario, aquella situación hizo saltar algunos engranajes de su
cerebro. Ambas opciones eran igual de válidas y admisibles.
«Mi
madre, que hasta el momento había permanecido sentada en el suelo,
se levantó, pulsó un botón del reproductor de DVD y en la pantalla
comenzaron a sucederse las imágenes de una película pornográfica.
Me guió, después, hacia la cocina, sentí un escalofrío cuando la
vi en salto de cama y sin ropa interior. Nadie debería ver a su
madre en aquella situación, todo era tan lejano, tan inverosímil,
que no podía imaginar una salida. ‘Lucas quiere verte desnuda,
dice que le pones mucho, que le das mucho morbo, y me ha prometido
ciento cincuenta euros a cada una si jugamos un rato con él’. No
recuerdo como reaccioné».
Jana
tal vez no pudiera rememorar la emoción que sintió cuando las
palabras desnuda, euros y jugamos salieron de la
boca de su madre, pero, a mí, me entraron ganas de vomitar. Incluso hoy
noto como mi estómago se encoge. Su madre estaba enferma, no quería
que continuara con la historia. Pero tampoco tuve valor de detenerla,
no debió resultar nada fácil para Jana empezar a explicar aquello,
al fin y al cabo, ella respondía a nuestro reclamo. Por decencia,
solidaridad o pena, no impedí que acabara su confesión.
Y al fin pudo dormir
«No.
Mi voz sonó tan rotunda como un trueno en mitad de una tormenta.
Había roto, al fin, mi mutismo para negarme a la proposición que mi
madre me hizo. No, no, no y no. ‘¡Qué egoísta que eres!’,
me contestó. ‘Necesito el dinero’, continuó. ‘Si no lo vas a
hacer ya te puedes ir de aquí’. Y durante todos estos años he
intentado olvidar lo que ocurrió, diluirlo con el resto de sombras
de mi pasado».
«Ya
conoces el método que utilicé, el más rápido, el camino más
corto hacia el vacío; quería aniquilar todas esas emociones de odio
y furia y rabia contra ella, que se desvanecieran, pero lo único que
he conseguido ha sido retrasar lo inevitable, destruirme y llevarme a
algunas personas por el camino. Y ella sigue sin responder, sin
reclamar que me detenga para que no acabe como ella. Al final he
comprendido que mi mansedumbre es garantía de su futuro. Era una carga y decidió
hacerla descansar también sobre mis hombros. Siempre sumisa, he
permitido que me controlara, incluso he querido todas las faltas de
respeto que había cometido contra mí por ella, por amor, porque era
lo que debía hacer. Pero ese deber está equivocado, no puedo seguir
creyendo que hago bien, no cuando todo el mundo excepto ella me
insiste en lo contrario».
Jana
calló. Ni siquiera hizo la promesa de dejar su vicio atrás, de
reponerse, de controlarse, de madurar, de crecer y de vivir, sin
embargo estaba convencida de que aquello no hacía falta: si no
sentía vergüenza de la verdad, esta ya no sería tan aterradora, y
si no la temía la podía enfrentar. Aquella noche se abrió un
camino alternativo que le ayudé a tomar. Su libertad, su vida,
estaban al final de aquella senda. Y esa noche, al fin, pudo
dormir.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)