Me complace anunciar que
hoy inicio una nueva sección, tras Humor Biliar y Random Music, creo
oportuno que retome mis quehaceres, no sólo porque todavía tengo
pendiente el primer análisis de blogs (¿adivináis qué bitácora
será la primera?) en profundidad, sino también porque escribir es
algo que necesito hacer, tanto como respirar, lo he intentado y no
puedo, no debo separarme de ese camino. La nueva sección,
Interiorismo, es un ejercicio de reencontrarme con la niña de ocho
años que recibía un diario por primera vez y lo garabateaba con
letras torcidas, apretadas y nerviosas.
Desde aquel momento pensé
que la palabra escrita era lo mejor que podía pasarme, me permitía
mutar, ser quién era y quién no al mismo tiempo; me sentía bien
mientras escribía, el tiempo pasaba volando cuando buscaba la mejor
palabra para definir la realidad que me envolvía. El papel fue, para
mi, el mejor amigo que tuve nunca; sólo temblaba cuando lo sostenía
entre las manos, no mentía, no juzgaba. La palabra no se inmuta y
permanece inmutable para aquellos que la quieran leer.
Sin embargo, pronto
aprendí que yo contaba realidades y no sueños, nunca fui capaz de
poner por escrito ninguna de esas ansias de volar que me invadían
por las noches, cuando mi cuerpo descansaba de toda la hostilidad del
mundo. Así que, como ocurre con tantos otros a los que leo, sólo
puedo hablar de aquello que veo, escucho o siento. No invento, tal
vez sea ese el motivo del velo oscuro de posibilidad que tienen todos
los cuentos que salen de mis manos.
Como tantos otros, presto
mis oídos a historias narradas por los demás, dándoles forma,
carácter, continuidad, respuesta o, en el mejor de los casos,
significado. En su momento, Sin Oficio ni Beneficio fue el lugar en
el que dejé caer todas esas verdades a medias, el quiebro a mi
realidad, personificado en el nombre de Jana (no se me da bien
renombrar a aquello cuya idea ya tiene nombre).
No creo que me falten más
razones para hacer de éste el relato que inaugure la sección. Ya
sabéis que cualquier crítica será bienvenida.
¿Quién la viste como
puta?
Desvergonzada
El
pasado nos persigue; queremos evitarlo pero ahí está, persistiendo
en el empeño de darnos alcance y humillarnos de por vida. Todos
tenemos algo de lo que avergonzarnos. Una vez conocí a una chica a
la que su madre le insistió para que se prostituyera. La chica dijo
que no, aunque no sabe definir como se sintió, vio que su madre en
lugar de avergonzarse la tomaba con ella por no aceptar aquel dinero.
“150 euros cada una”, se ve que le dijo.
Todos
ocultamos secretos y creemos que estarán a salvo hasta que se
demuestra lo contrario. ¿Cuántos de vosotros habéis sisado del
monedero de vuestros padres? ¿Y de esos, cuántos han sido sinceros
y lo han reconocido de adultos delante de los mismos? Yo, en
ocasiones, iba un poco más allá pero muy a pesar de lo que digan,
era una buena chica y nunca supe mentir, así que me pillaban
siempre. No me avergüenza reconocerlo porque no podía guardar los
secretos entonces.
¿Hasta
qué punto podemos avergonzarnos de lo que hicimos o, como en el caso
de mi amiga, de lo que nos hicieron? Una cosa es el remordimiento, el
sentimiento de culpa, son sentimientos que definen nuestra humanidad,
que nos diferencian de otros animales. Sanos hasta que se convierten
en algo vergonzoso. Es entonces cuando pesan. La importancia de
nuestros errores se la confiere el grado de vergüenza que podemos
pasar si se descubre. Lo jodido del caso es que cuanto más tiempo
pasa, mayor se hace la carga.
En
la vida de aquella chica, ahora mujer, llegó un día en el que no
pudo soportarlo más. En lugar de guardarse el rencor, la culpa y la
vergüenza, decidió actuar en consecuencia con esos sentimientos. Me
lo contó, se lo contó a más gente, puede que no fuera el momento
más oportuno, ni en el lugar ni el medio adecuados, pero ya no le
pesa.
Profesionales de la
vergüenza
Dicen
que lo que sentimos depende de cada persona. Yo creo que lo diferente
no es el sentimiento sino nuestra forma de enfrentarnos a él. Cuando
nos traicionan o nos manipulan y nos vemos en medio de la trampa que
nos han preparado, lo primero que sentimos es impotencia, seguida por
el abandono y el miedo. Allá dónde nos alcance la vista sólo habrá
soledad. La persona se encuentra desamparada y, en esta delicada
situación, el miedo aprovecha para hacer su aparición. Nuestra
debilidad le alimenta, nuestra tristeza lo cobija. Viene sin ser
llamado y es poderoso, nos ciega y despierta nuestras dudas.
Ella
tuvo dos opciones: hablar en aquel momento o callarse. Creía que
podría aguantarlo para siempre, de verdad, lo reconoció hecha un
mar de lágrimas una tarde de octubre mientas me explicaba que sentía
que no había hecho nada que valiera la pena desde entonces. Y no
habló por vergüenza, por lealtad, las dos virtudes que deberíamos
aplicar con un poco más de mesura. Temía humillarse delante de su
familia, temía humillar a su madre, jamás se lo hubiese perdonado.
Jamás
hasta hace un mes. La vida te hace escoger: o los demás o tú; y
según cómo sean los demás, siempre es preferible que te quedes
contigo. Es una preferencia que de obvia parece absurda, incluso
cruel o egoísta. Pero en ocasiones no nos damos cuenta de que nos
reflejamos en las personas equivocadas, y lo hacemos durante tanto
tiempo que es posible que olvidemos quienes somos en realidad.
Ese
es el punto de inflexión de nuestra mente: hacemos lo que debemos
porque en realidad es un deber, no una voluntad, nos vemos atrapados
por esas personas que nos gobiernan, sentimos que se lo debemos todo
y dejamos que se aprovechen de nosotros sin que digamos basta. Cuando
ella decidió callar, dio poder al status quo, que se sintió
invulnerable.
Los
padres pueden hacer cosas horribles con sus hijos. Y no sé hasta que
punto son conscientes de ellas. Me aterra pensar que pueden actuar
así por necedad, porque no dan más de sí y porque creen a ciencia
cierta que esa es la única manera de proceder; pero lo que me da más
miedo de todo es que hay gente que actúa igual sabedora del mal que
puede ocasionar.
La falsa solución
En
el preciso instante que su madre pronunciaba aquellas palabras supo
que su cordura estaba al borde del abismo. Decidiese lo que decidiese
produciría una quiebra irreparable: si aceptaba la oferta que su
madre le proponía, renunciaría a su dignidad, a su libertad como
persona, se iniciaría en un camino que no le convenía; si la
rechazaba y hablaba, destruiría su familia, la única que tenía.
La
vía que escogió sólo la afectaba a ella y eximía de cualquier
peso a su madre, cargó ella con toda la responsabilidad cuando
guardó silencio. Aquella no era la solución, ni siquiera existía
la posibilidad de que funcionara.
No
podemos vivir eternamente en una mentira, en una falsa realidad que
nos preparan otras personas, fingiendo ser felices, fingiendo que nos
llevamos bien, fingiendo que no existe nada que ocultar. Ella no lo
pudo hacer, aunque bastaron dos años para que decidiera salir del
domicilio familiar. Había conseguido apartar aquel encontronazo de
su memoria inmediata pero ya no se sentía como en casa.
Dejó
de estudiar, se buscó un apartamento y se marchó. Y al cruzar el
umbral de la puerta notó como el respeto que sentía por su familia
se escapaba con su aliento. No supo definir con exactitud lo que
sintió en aquel momento. Alivio, un inexplicable rencor, pena,
libertad, indiferencia. También miedo. El miedo la acompañó y
trató de escapar de él, de distanciarse, de obviarlo. Era su
sistema para solucionarlo todo, huir. Yo no digo que no tuviera
razones pero, ¿no hubiese sido más sencillo hacerlo bien desde el
principio?
La duda razonable
¡Intentó
justificarla! Entender por qué su madre le pidió algo así. Y no pudo. ¿Es acaso nuestro deber como
hijos obviar las vilezas que nuestros padres pretenden cometer contra
nosotros? Doy por hecho que no todo el mundo se ha visto envuelto en
una historia como esta y que, por lo tanto, la respuesta debe ser
difícil de dar. No podemos ponernos en la piel de alguien a quien
han humillado de esta manera.
Ella
lo supo entonces: contárselo a alguien supondría ganarse la
etiqueta de falsa para el resto de sus días. Dignificaba la repudia.
Significaba la alienación. Porque honrarás a tu padre y a tu madre
por encima de todas las cosas. Ella no podía pero lo intentaba.
CREÍA QUE AQUELLO ESTABA BIEN. De hecho, nadie cree que una madre
sea capaz de tales cosas. Pero yo he visto a madres primerizas
esnifando cocaína delante de sus hijos acabados de nacer, otras que
les ofrecían un poco de lo mismo para que pasaran el mal trago de
una ruptura, unas pautas de comportamiento absurdas que hacen dudar
de ese papel de madre.
La
pared maestra sobre la que descansaba toda su vida estaba podrida,
era de madera vieja, carcomida, enferma. Pero ella no lo quiso saber.
De vez en cuando, acusar a alguien supone reconocer la propia culpa,
y no todo el mundo está dispuesto a pasar por ese aro. Ni mucho
menos. Esos deslices nos avergüenzan y por eso nos los callamos.
Necesitó
cuatro años para comprender que escondiendo todo aquello se
engañaba, todo por no cambiar su situación, todo por no admitir sus
errores; cuando lo conveniente era hacerles frente con dignidad. Sólo
así podía evitar cometerlos de nuevo. Sin embargo, ella no se
caracterizaba por ser una persona racional. Sus principios eran
rígidos e inamovibles en aquella época y nosotras no nos olíamos,
ni por asomo, aquel drama. Durante todo ese tiempo, dudó entre ser
quien habían hecho que fuera o ser quien ella necesitaba ser.
Jana
Su
cordura estaba en juego pero no tenía ni los medios ni las agallas
para enfrentarse, de cara, al más remoto de los pasados, al cruce de
reproches y a la ira. Me parece importante destacar una cosa muy
curiosa: nuestro problema con el miedo es el propio miedo. Empezamos
por temer la oscuridad y acabamos por espantarnos de nuestra
capacidad de sentirlo. ¿No es común a todos los animales? Lo único
que ella pretendía era no sentirlo jamás, le asustaba el poder
paralizante que tenía aquella sensación.
Y
continuó con su huida. Primero del nido familiar, después de la
universidad, dejó que por sus vicios fracasaran todos sus conatos de
futuro porque con sus vicios superaba el miedo. Ella también sabía
que hacía mal, creo que todos sabemos cuando nos estamos
equivocando, pero ella no conseguía encontrar el valor para
finalizar aquella espiral. Ver la realidad tal y como era no le
interesaba. Tal vez esperaba una reacción por parte de su familia.
Unas disculpas. Ayuda.
Mientras
me explicaba lo oscura que había sido su vida, decidí permanecer en
un silencio sepulcral, interrumpir aquella historia hubiese sido una
nueva falta de respeto que Jana no se merecía. Tenía en mis manos
su recuperación, sólo debía escuchar, preguntar como me enseñaron
en la universidad.
Ahora
bien, pretender explicar su comportamiento en unas líneas no es tan
fácil como parece. En primer lugar porque no me puedo poner en su
piel, de ninguna de las maneras (una cosa es que considere que mis
padres adoptivos me dejaran un poco de la mano de Dios y otra muy
diferente es lo que le hicieron a ella, ya lo veréis). Explicar una
historia que no es la mía sé hacerlo, pero no sé como llegaré a
transmitir el horror que ella nos relató. La empatía no es mi
fuerte así que intentaré hacerlo lo mejor que pueda.
Después
de todo, ¿es la vida fácil para alguien? No. Nuestras decisiones
son nuestras, y ella ya tenía una cierta edad cuando todo se salió
de madre (y nunca mejor dicho): era su responsabilidad. Lo que quiero
decir con esto es que por mucho que le pese no me mueve, tampoco, la
compasión. No pretendo ser dura con ella.
Finalmente,
y porque no quiero que esto se vea como una crítica sin corazón, he
de reconocer que todos tuvimos un poco de culpa. Porqué vimos hacia
dónde se dirigía, vimos el brillo de la autodestrucción en sus
ojos y actuamos tarde, muy tarde. Hacer las cosas a destiempo es
nuestra especialidad, si no hubiese sido por cinco personas
verdaderamente preocupadas lo más probable es que Jana no hubiese
vuelto a ser la misma jamás.
Una persona normal
Si
Jana hubiese sido una persona normal, lo más correcto sería empezar
el relato pues como empiezan todos los relatos. Quién era, cómo la
había conocido y qué sabía de ella son las tres preguntas que todo
escritor debe poder responder acerca de sus personajes. Pero Jana
tiene un handicap, algo muy simple, y es que ella no es un personaje,
ella es real. Como vosotros, como yo. Jana tiene un pasado, un
presente y un futuro que, según dice, está muy lejos. No es lo
mismo inventarse una historia que explicar algo que ha ocurrido de
verdad. Con mis palabras vosotros formaréis una imagen y me gustaría
que ésta se correspondiera con la realidad. Se lo debo.
La
sorpresa fue increíble cuando me dijo que quería que contara su
historia. Ya sabéis, proyecto de escritora con crisis de inspiración
recurre a las amigas para continuar con la redacción de un libro que
igual nunca verá la luz, se dan miles de casos cada día. Pero lo
cierto es que su carácter me inspiraba. Fría, distante, algo
engreída, el individualismo la caracterizaba, por eso no me explico
que decidiera confiar en mí de aquella manera. Sea lo que fuere lo
que motivó a Jana, sus secretos parecían no tener fin. No podía
desaprovechar esa oportunidad.
Nadie
te regala un personaje. Aunque siempre me ha gustado contar
historias, es una malformación que me viene de muy jovencita, y a
pesar de haber estudiado periodismo, la realidad no me interesa
demasiado. Explicar qué, cómo, porqué, quién y cuándo no me
parece relevante, digamos que me interesan más los conceptos
abstractos. Mi problema con los personajes que elaboraba es que estos
jamás tenían fondo, no eran reales; arquetipos como Verdad o
Mentira, como el pianista o su vecina, todo eran invenciones. Jana me
ha dado la oportunidad no sólo de relatar la realidad como me
enseñaron, sino también de retratar ese mundo interior de las
personas que tanto me entusiasma. Porque Jana es una mujer completa,
extraña, una paradoja en sí misma: ella es porque no debería ser.
Y ese argumento pudo conmigo.
Parchwork
De
acuerdo, no sé cual de las dos fue la que propuso explicar al mundo
aquella historia. Jana dijo que tenía una verdad que contarme, yo la
creí, y entre alguna que otra broma dejé caer la idea de
escribirla. Supongo que no me parecería tan chistosa cuando aquí
estoy. O tal vez ella, a sabiendas de lo que me iba explicar, urdiera
todo el plan sólo para poder ver su autobiografía redactada. El
resultado es el mismo en cualquiera de los dos casos: permanecer
sentada delante del ordenador tratando de ordenar y comprender los
fragmentos de vida que Jana me regaló.
Ella
lo hizo por necesidad: todos aquellos secretos, dijo, pesaban una
tonelada y, aunque se consideraba una mujer fuerte, sabía que no
podía soportarlos SOLA durante mucho más tiempo. Por encima de
cualquier otra cosa en el mundo, afirmaba, ella sólo quería ser
feliz y estar vacía, no tener que preocuparse más por lo que había
hecho mal o por lo que le habían hecho mal. Aquella noche de
octubre, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, me
repartió retales de su experiencia y me asignó el papel de
guardiana.
Por
mi parte, yo sólo me debo al oficio que escogí, todo lo demás
tiene que ir relacionado, así que cuando escuché aquella
información mi cerebro se puso a trabajar de inmediato: tenía que
hallar la manera de hacerlo público sin que sonara a compasión, sin
que fuera en detrimento de la dignidad de Jana. No sé si me explico
con suficiente claridad. Jana no sólo me explicó aquella «anécdota»
con su madre, había tratado mal a muchas personas a consecuencia de
unas experiencias que tal vez no debería haber vivido y se sentía
culpable. No, no fue una conversación de una hora. Fue toda una vida.
¿Es
importante su historia? Pues tanto como la vuestra, y todos tenemos
derecho a contarla aunque sea sólo una vez. Visto desde lejos,
incluso puede parecer normal, algo que ocurre hasta en las mejores
familias: el respeto hacia unos padres que no se lo merecen es esa
rémora del cristianismo que aún no hemos conseguido quitarnos de
encima. Desde mi punto de vista, actuar de esa manera me parece un
absurdo y no puedo tolerar, mis principios no me lo permiten, que una
situación como esa se mantenga en el tiempo: la vergüenza de Jana
era la mía, pero yo no podía fingir que no lo sabía, la rabia y la
impotencia son sentimientos que no llevo bien.
Arquetipo
Hace
tiempo, antes de conocer a Jana personalmente, creía que era una
mujer segura de sí misma, independiente, la mujer profesional,
juiciosa y trabajadora que todas queríamos ser. Caminaba por la
facultad como si no le importara nada ni nadie salvo ella misma,
imponiendo una distancia entre ella y el resto, como si se tratara de
una taza de café demasiado caliente. Aquella imagen que tenía de
ella duró hasta que conversamos por primera vez: dudaba, de una
forma muy graciosa además, de las palabras que decía, tartamudeaba
cuando hablaba para varias personas a la vez, y enrojecía con una
facilidad espantosa. En realidad, era como una niña tímida que se
escondía detrás de mis faldas cuando rondaba algún desconocido.
Durante
los primeros meses de carrera aquel comportamiento cambió: su
timidez quedó atrapada tras la máscara del orgullo. Creo que es
porque ella se dio cuenta de que la imagen que proyectaba no se
correspondía con la realidad y, en lugar de intentar ajustar la
proyección, que no era más que una fantasía, decidió cambiar todo
lo demás. Yo no lo entendí: la Jana que me gustaba, la que gustaba
a todo el mundo, era la que enrojecía y no la que asistía a las
clases con las gafas de sol puestas.
Dejó
a su pareja de muy malas maneras, renunció al contacto diario con su
mejor amiga, que lo único que hacía era intentar evitar que se
desviara aún más. Me mantuve a su lado cuando nadie más lo hizo:
aquella nueva forma de hacer no agradaba a nadie; es más, ni
siquiera ella estaba conforme, pero lo hacía y no podía parar.
Fueron años de hachís, marihuana y cocaína, drogas que conseguía
por muy diferentes vías, algunas inimaginables, otras crueles, y
siempre mediante el engaño.
Tampoco
hablaba nunca de su pasado, como si éste no debiera importarme.
Cuando alguien mantiene con tanto celo esa parcela de su vida es
porque tal vez no sienta alegría al recordarlo. Pero, veréis,
cuando somos jóvenes (o adultos pasivo-agresivos) no tenemos la
capacidad de comprender lo mucho que dicen de nosotros nuestras
experiencias, los demás y sus circunstancias no nos importan. Era su
derecho mantener su vida privada para ella, lo único que yo debía
hacer era no juzgar nada de lo que hiciera, a cambio recibiría apoyo
total y absoluto de por vida.
Notas sobre los
cambios a peor
No
debían ser más de las nueve y media cuando Jana traspasó el umbral
de mi puerta. Sus pupilas la delataban, puede que llevara un par de
noches sin dormir, hasta hace poco más de un año aquel proceder era
habitual para ella; no diferenciaba el fin de semana del resto de
días. Creí que empezaba a ser peligrosa para ella misma y decidí
abordarla como sólo hacen las buenas amigas. La mujer que se
presentó en mi casa aquella noche no tenía nada que ver con la
joven promesa del periodismo que pasaba las tardes leyendo o
estudiando sobre el césped del campus.
Lo
peor era que no reaccionaba, cuando se miraba en el espejo no veía la
misma desolación que yo; ni la tez pálida o las mejillas hundidas,
ni su mirada inyectada en sangre. Los ojos, como la memoria, tienden
a ser selectivos con las imágenes que transitan por las retinas.
Supongo que la fuerza de la costumbre, la reiteración de su reflejo
demacrado, hizo que no percibiera el cambio que se había dado en su
físico.
Ella
no sabía a lo que venía, por eso me abstuve de recibirla con una
frase tipo «vaya aspecto tan horrible», sólo hubiese conseguido
que se pusiera en guardia, y cuando Jana se ponía a la defensiva era
imposible penetrar en su conciencia. No veía, no hablaba, sólo
escuchaba y asentía hasta que le tocaba el turno de palabra. Para
entonces, cualquiera que hablase con ella debía estar preparado para
un arranque de furia verbal.
Mientras
entraba en el salón, ya con una cerveza en la mano, recordé los
primeros meses de clase y a la niña-mujer que conocía. Si bien
nunca se había caracterizado por tener una paciencia de santa, la
mayoría de las veces se contenía y medía, en cierta manera, sus
palabras. Su objetivo no era ofender, tal vez era adoctrinar, pero
eso ya lo decidiremos entre todos más adelante. Lo que quiero decir
es que, dentro de lo que cabe, se relacionaba de una forma bastante
sana con las personas que la rodeaban.
Cinco
años de adicciones variadas más tarde, no quedaba un sólo indicio
de respeto hacia los demás en lo que decía. Era como si todos
fuésemos culpables de algo que debíamos saber pero que en realidad
no sabíamos porque ella no nos lo contaba.
Drama queen
No
fue fácil enfrentarme. Por un lado, no se me daba muy bien hablar,
en el lenguaje oral no conseguía hacerme entender a la perfección,
lo mío siempre fue decir las cosas por escrito y tenía miedo de no
encontrar las palabras adecuadas. Por el otro, temía que se
ofendiera y la probabilidad de que aquello ocurriera era muy elevada.
Jana ha destacado estos últimos cinco años por hacer gala de una
extraña y excesiva susceptibilidad, intuyo que como efecto de su
adicción. Se defendía de todo y lo hacía atacando. Cualquier
comentario podía ser tomado como una ofensa, cosa que daba pie a que
la gente adoptara medidas drásticas con el fin de evitar una
revolución. Yo no quise dejarla sola a pesar de todas las escenas
que me montó.
Era
una drama queen por excelencia, Jana no escatimaba recursos cuando
trataba de rebatir las supuestas amenazas. Sus gritos, desaires y
sarcasmos podrían haber sido dolorosos si me los hubiese tomado muy
en serio. Sin embargo, algunos de nosotros -muy pocos a decir verdad-
preferimos asumir aquella nueva cara de Jana como algo pasajero.
Pensamos en el dicho que reza «muerto el perro, se acabó la
rabia». Jana tenía un problema de base que no eran las drogas, que
iba más allá de todo aquello y queríamos que lo solucionara.
No
hay nada de malo en querer que una persona se recupere. Puede que
alguien lo hiciera por morbo o por la satisfacción de aconsejar, no
sé por qué lo hicieron los demás, de verdad. Cada persona tiene
sus motivos para actuar y todos son egoístas, siempre. El mío era
bien sencillo: no quería sentirme responsable si le pasaba algo
malo. Sabía que tenía un problema, ¡debía actuar en consecuencia!
No se puede dejar suelta a una criatura que no sabe defenderse; igual
que abrigamos a nuestros bebés, cuando somos adultos también
necesitamos protección y, sobre todo, apoyo.
Jana
estaba desquiciada, perdida, pero sabíamos que ella no era así. Por
eso la invité a casa, por eso lo preparé todo para que no pudiera
sentir presión alguna, por eso quise que todo resultara perfecto y
por eso pasé más de doce horas hablando con ella.
La trampa
Perdonar
o ser perdonado no venía al caso. Ni nosotros éramos culpables ni
lo era ella: cada uno de nosotros escoge su camino con cierta
libertad, según su carácter y experiencias, y mientras no nos
aprovechemos de los demás con malas artes no debemos sentir
remordimientos. Fuera lo que fuere lo que carcomía su integridad
hasta el punto de hacerla querer olvidar la realidad en la que vivía,
debía ayudarla a que se desprendiera de ello. Todos los que apoyamos
aquella intervención lo hicimos lo mejor que pudimos, cambiar sólo
dependía de ella. Queríamos hacer público nuestro apoyo,
demostrarle que no estaba sola, que no debía hacerlo sola porque ya
había demostrado con creces que no era capaz.
No
creo que sospechase nada, Jana no era una de esas mujeres intuitivas
que se olían los problemas mucho antes de que estos aparecieran. Si
hubiese sido así yo no os explicaría esta historia, vosotros no
conoceríais a Jana y ella seguiría tan tranquila con su vida tal y
como hace ahora. No creo que nuestras realidades hubiesen cambiado
mucho si ella hubiese sido capaz de prever los embrollos en los que
por inconsciencia o por ignorancia se había metido.
Aquella
noche, antes de la gran confesión, me relató entre risas alteradas
por sus constantes viajes al baño unos cuantos de aquellos
accidentes, algunos fortuitos, resumiendo su vida en dos sencillas
palabras. «Soy torpe», me dijo mientras se levantaba por enésima
vez del sofá. No pude evitarlo, yo también quería hacer lo que
hacía ella, «sólo por esta vez» me repetía.
-Jana,
lo que haces en el lavabo también lo puedes hacer aquí -dije
señalando la mesa de café-. Sabes que no me molesta.
Supongo
que la pillé con la guardia baja. Fue entonces cuando cayó en que
algo no andaba bien. La cena, el vino, la cerveza, el ron con limón
y mi permiso para hacer algo que no debía hacer. Retrocedió lentamente hasta quedar de pie delante de mí.
Ella vio la trampa y yo me sentí impotente.
Eliminar el tabú
Jana
tenía una mirada y una forma de hablar que intimidaba, pero sólo a
los desconocidos. Por eso no me asusté cuando vi la expresión que
se dibujó en su cara; aquella mezcla de enfado, protesta, sorpresa e
indignación hacía que su rictus fuera, más que amenazante, cómico.
Admito que esa faceta suya me parece muy entrañable, cuando se
asombra parece una niña el día de Navidad. Si bien en aquel momento
una mueca de rabia también se vislumbró en su semblante, hubiese
jurado que la treta que entre todos le preparamos le hizo ilusión.
Le
pedí que se sentara y que se relajara. Lié un cigarrillo, le serví
una copa de cerveza y le tendí mi DVD de Pulp Fiction. Nunca tan
poco dijo tanto. Estaba preparada para lo que tuviera que echarme en
cara, conocía las consecuencias de lo que estaba haciendo, por eso
decidí involucrarme en su juego. Una conversación de igual a igual,
sin ningún tabú que nos coartara.
Tras
los surcos que dejaba la droga aparecían las palabras que Jana nunca
se atrevió a decir. No estaba alterada, ni siquiera emocionada. Me
habéis visto decir en infinidad de ocasiones que en aquel momento
Jana lloraba. Y es cierto que de sus ojos caían las lágrimas, pero
era uno de esos llantos tranquilos, sin histerias, era el llanto que
sustituía al grito. Hablaba durante largos ratos y luego pasaba
otros tantos en silencio, esperando una reacción por mi parte,
alerta.
Se
sentía culpable, mucho, por haberse dejado perder, por caer en las
redes de aquella cosa odiosa que tenía entre las manos. Pero no lo
podía evitar, decía, tenía muchas cosas por olvidar. Dejé que se
soltara cuanto pudiera, observaba cada movimiento con interés, debía
saber cuando mentía y cuando decía la verdad. No existe ninguna
manera de diferenciar al duende de la persona si esta se encuentra
bajo los efectos de las drogas, tenía que olvidar aquello de que los
borrachos siempre dicen la verdad.
Los
borrachos dicen groserías, independientemente de si las creen o no.
Ella hacía lo mismo. Sin embargo, el silencioso flujo de agua no
tardó en despejar todas las dudas que albergaba sobre su sinceridad.
No es que le tuviera fe ni que confiara demasiado en ella, más bien
fue la certeza de saber que su crimen no era tan grave como para no
concederle la oportunidad de explicarse, de reformarse.
En trance
Antes
de romper a llorar, y con toda la serenidad que fue capaz de reunir,
siguió mi consejo de sentarse y me preguntó, con un timbre de voz
más oscuro que el habitual, por qué la había citado en mi casa.
Jana nunca se andaba con rodeos, el camino más corto para resolver
una duda era, según su parecer, cuestionarla directamente. El sonido
salió de dentro, como si las palabras se fabricaran en alguna
oquedad entre el estómago y el diafragma. Hablaba despacio, quería
que la escuchara, claro, todos lo queremos, pero además quería que
la entendiera y necesitaba entenderse.
Me
había preparado para una noche de gritos y sarcasmos, tenía la
lista de conceptos a tratar y rebatir grabada a fuego en mi cerebro,
estaba dispuesta a recurrir a la violencia verbal -esto es, a ponerme
en su nivel- para que me escuchara. No tenía manera de saber si
aquello era una treta para bajarme la guardia o la reacción natural
que todos esperábamos que tuviera algún día. La vi indefensa,
expuesta, y la abracé. «Te queremos, Jana, mucho más de lo que
estás dispuesta a aceptar porque, y espero que algún día nos
expliques los motivos, tú no quieres querer a nadie; por eso no
podemos quedarnos de brazos cruzados mientras dejas que tu vida se
vaya por el sumidero».
«Sabes,
hace tanto tiempo que esperaba este momento que ahora no sé cómo
reaccionar, espero que lo entiendas. No sé si os referís sólo a
las drogas, o al trabajo o a todo en general, pero en mi cabeza esta
conversación la he mantenido muchas veces. No sois los únicos que
os dais cuenta de que tengo un problema, lo que ocurre es que no
sabéis cuál es y lo reducís a un par de factores que, desde mi
punto de vista, tienen el mismo peso que mesurar el gasto energético
un día de huelga general».
Había
cambiado el sarcasmo por la metáfora, la ironía por la
argumentación. ¿Acaso era posible que se hubiese preparado para un
diálogo de estas características?
«Lo
peor de todo es que quise creer que sería otra persona la que me
sentara a su lado, en otro sofá, para pedirme por favor que parara.
Lo peor de todo es que empiezo a sentir que eso no ocurrirá jamás,
lo siento incluso cuando no debería sentir nada, cuando amanece y
mis pupilas siguen dilatadas. No quería que vosotros ejercierais ese
papel porque el drama debería estar protagonizado por una persona
que, de nuevo, se ha desentendido por completo de mi obra».
Jana
estaba en trance, hablaba conmigo pero no a mí, me hallaba ante una
mujer desconocida, dolida y aterrorizada.
La cuerda
Me
había preparado un buen montón de motivos por los que Jana debía
enmendarse, situaciones ante las que debía responder, era una adulta
que no podía permitirse durante más tiempo actuar como una
adolescente conflictiva porque su vida dependía de ello. Pero en
aquel contexto no me atreví a decir palabra. Jana estaba tan
abstraída que ni siquiera percibió que comenzaba a llorar y dejó
que el agua resbalara hasta caer sobre sus tejanos negros, tampoco la
súbita humedad parecía incomodarla. Hay momentos, como aquel, en
los que una persona lo único que necesita es silencio, un poco de
paz que ponga en orden ideas y emociones muy complejas.
«Y
no está bien que la odie tanto, que la culpe, no está bien. Pero
todo esto, lo que soy... ¿lo hubiese sido sin ella?»
Intenté
atar cabos. Aunque Jana no era muy habladora con respecto a su
familia, en alguna visita a su casa si que tuve la oportunidad de
conocerla. Padrastro, madre, madre de la madre y hermano por parte de
madre pero no de padre, el hermano del que había cuidado y del que
se enorgullecía; eran normales, como son en todas las casas o al
menos dieron esa impresión.
«Confié
en ella más que en cualquier otro ser humano. Pero no sólo no tiene
la decencia de pedirme disculpas sino que además se separa de mi
camino, el que ella marcó, y de las terribles consecuencias que me
podría acarrear el haberlo tomado, y deja que seáis vosotros los
que os situéis delante del tren en marcha».
Al
menos sabía que yo estaba allí. La tomé de la mano cuando esta le
empezó a temblar. Necesitaba contacto, calor, una cuerda que la
sujetara a la realidad. El cerebro no está preparado para funcionar
bajo los efectos de una carencia de sueño prolongada, lo sé porque
yo también lo he vivido, cuando no duermes o duermes mal, eres
incapaz de razonar. Jana estaba haciendo un
gran esfuerzo por conseguirlo, invirtió tanta energía que su cuerpo
comenzó a moverse con el fin de liberarla y no sufrir un colapso.
Con
el contacto de su piel pude percibir el pulso acelerado. Me imaginé
un animal lleno de heridas, unas suturas torpes practicadas por manos
inexpertas que no habían logrado hacerlas cicatrizar, unos
calcetines llenos de remiendos repartidos sin concierto.
Techos altos, escasa
luz y mucho silencio
Acostumbrada
a sus momentos de gloria más que a los de debilidad, no supe qué
hacer. Cualquier palabra que dijera, cualquier crítica hacia la
mujer de la que hablaba, podía ser tomada como una ofensa. Incluso
el silencio. Pero no tenía nada que decir. Me quedé sin palabras y
sin poder reconfortarla porque nadie está preparado para saber que
una madre no ha cumplido con su papel. Si hay algo que los de mi
generación tenemos claro es que si no lo quieres hacer lo mejor que
puedas, no tengas hijos.
«Todo
pasó en otoño de 2006. En casa no estaban pasando un buen momento,
de hecho nunca lo pasan, no entiendo cómo. Mi madre perdió
su trabajo en la frutería del barrio, vendieron el local a una
cadena de supermercados pakistaníes que al cabo de dos años lo
revendió a una cadena de supermercados chinos. ¿Quién iba a
contratar a una frutera de 46 años sin estudios superiores?»
Reconocí
en su tono de voz un ligero enfado más cercano a la resignación que
a la ira. Tal vez nos equivocábamos con Jana y ella tenía tantas
ganas de cambiar como nosotros de que cambiara, tal vez llevara
tiempo esperando aquella oportunidad de explicarse, de vaciarse para
así poder hacerlo a su gusto, sin ataduras ni remordimientos ni
secretos que ocultar.
«No
le quedó más remedio, o tal vez sí y no hizo todo lo que pudo, que
dedicarse al noble oficio de la limpieza en pisos y casas
particulares. Todo lo que se pone en sus manos envilece, incluso
cuando se trata de limpiar retretes. Mi madre tiene esa capacidad,
igual que mi abuela. Ni sé ni quiero saber cómo consiguió sus
primeros trabajos, sólo sé que en uno de ellos conoció a
Lucas”.
Cada
vez que mis oídos percibían aquel nombre, todo mi cuerpo se ponía
alerta, cuando Jana le mencionaba, hacía referencia a algún tipo de
información turbia.
«Ojalá
jamás me hubiese presentado en aquella casa, aquella noche. Mi madre
me llamó contenta, juraría que hasta excitada, mientras me
arreglaba para salir con vosotras; me dijo que fuera, que estaba en
una fiesta con unos amigos. La creí, como siempre había hecho. ¡Era
mi madre! Y aunque me cueste admitirlo lo será toda la vida. Fui,
pero cuando llegué, el único rastro de fiesta que quedaba era una
roca blanca sobre la mesa. Ni gente, ni música. Sólo mi madre y
Lucas. Y cocaína».
Imaginé
un piso de l’Eixample barcelonés, un salón-comedor de techos
altos, escasa luz y mucho silencio.
Batín de baño y
salto de cama
«Lucas
sólo llevaba puesto un raído batín de baño. Todo en aquel lugar
parecía viejo, desusado, incluso los modernos muebles, todo estaba
cubierto por una fina y molesta capa de polvo que no debería haber
estado allí. Saludé, mi madre nos presentó y me senté en la silla
que quedaba más alejada de aquellas dos personas. No reconocí a mi
madre, pero tampoco conseguí identificarme con la imagen que tenía
de mí. Ahora poco importa. Me serví una copa de la botella de Jack Daniel’s
que había quedado olvidada al pie del sofá, aquello no tenía
ningún sentido».
La
miré atónita. No supe discernir si se justificaba, si pretendía
eludir su responsabilidad vertiéndola sobre su madre o si, por el
contrario, aquella situación hizo saltar algunos engranajes de su
cerebro. Ambas opciones eran igual de válidas y admisibles.
«Mi
madre, que hasta el momento había permanecido sentada en el suelo,
se levantó, pulsó un botón del reproductor de DVD y en la pantalla
comenzaron a sucederse las imágenes de una película pornográfica.
Me guió, después, hacia la cocina, sentí un escalofrío cuando la
vi en salto de cama y sin ropa interior. Nadie debería ver a su
madre en aquella situación, todo era tan lejano, tan inverosímil,
que no podía imaginar una salida. ‘Lucas quiere verte desnuda,
dice que le pones mucho, que le das mucho morbo, y me ha prometido
ciento cincuenta euros a cada una si jugamos un rato con él’. No
recuerdo como reaccioné».
Jana
tal vez no pudiera rememorar la emoción que sintió cuando las
palabras desnuda, euros y jugamos salieron de la
boca de su madre, pero, a mí, me entraron ganas de vomitar. Incluso hoy
noto como mi estómago se encoge. Su madre estaba enferma, no quería
que continuara con la historia. Pero tampoco tuve valor de detenerla,
no debió resultar nada fácil para Jana empezar a explicar aquello,
al fin y al cabo, ella respondía a nuestro reclamo. Por decencia,
solidaridad o pena, no impedí que acabara su confesión.
Y al fin pudo dormir
«No.
Mi voz sonó tan rotunda como un trueno en mitad de una tormenta.
Había roto, al fin, mi mutismo para negarme a la proposición que mi
madre me hizo. No, no, no y no. ‘¡Qué egoísta que eres!’,
me contestó. ‘Necesito el dinero’, continuó. ‘Si no lo vas a
hacer ya te puedes ir de aquí’. Y durante todos estos años he
intentado olvidar lo que ocurrió, diluirlo con el resto de sombras
de mi pasado».
«Ya
conoces el método que utilicé, el más rápido, el camino más
corto hacia el vacío; quería aniquilar todas esas emociones de odio
y furia y rabia contra ella, que se desvanecieran, pero lo único que
he conseguido ha sido retrasar lo inevitable, destruirme y llevarme a
algunas personas por el camino. Y ella sigue sin responder, sin
reclamar que me detenga para que no acabe como ella. Al final he
comprendido que mi mansedumbre es garantía de su futuro. Era una carga y decidió
hacerla descansar también sobre mis hombros. Siempre sumisa, he
permitido que me controlara, incluso he querido todas las faltas de
respeto que había cometido contra mí por ella, por amor, porque era
lo que debía hacer. Pero ese deber está equivocado, no puedo seguir
creyendo que hago bien, no cuando todo el mundo excepto ella me
insiste en lo contrario».
Jana
calló. Ni siquiera hizo la promesa de dejar su vicio atrás, de
reponerse, de controlarse, de madurar, de crecer y de vivir, sin
embargo estaba convencida de que aquello no hacía falta: si no
sentía vergüenza de la verdad, esta ya no sería tan aterradora, y
si no la temía la podía enfrentar. Aquella noche se abrió un
camino alternativo que le ayudé a tomar. Su libertad, su vida,
estaban al final de aquella senda. Y esa noche, al fin, pudo
dormir.