18 de septiembre de 2016

Alimento para los buitres (XVII)

—Dicen de mí que no puedo matar a nadie y sin embargo aquí estás, moribundo y descarnado, a la espera de que algún día me olvide de ti y del daño que aún te debo. Ten por seguro que mil veces gastaría el tiempo invertido en esto si con ello consiguiera un poquito de paz, o al menos no recordar la extraña manera que tuviste de despertarme.

No debiste subestimar el orgullo que todavía guardaba. Condujiste mi imaginación por senderos de árboles enfermos, hasta leí al Marqués de Sade por ti. Qué vividos fueron los primeros sueños… Porque el ingenio no lo agudiza el hambre, ¿sabes?, sino el miedo a morir sin dejar una obra que nos recuerde. Yo sé que tu intención no fue crearme, absurdo hasta para ti, tan sólo castigarme, o cobrarte un precio excesivo por eso que dicen vendes por las esquinas. Sin embargo, este ego que te habla no es un rebote circunstancial, es tu reacción igual y opuesta, pero más sádica.

Remordimientos todavía me quedan, aunque haya intentado encerrarlos en el mismo cajón de los gritos, conservo los que me ayudan a ser alguien más del montón de descartes. Aquí no hay porqué, contigo hasta en las venas no hacen acto de presencia. ¿Imaginas que te hubiese permitido huir? Lo intentaste, con valorable arrojo además; despertar sin bridas ni cuerdas, sin mí, engendraría fantasías en cualquiera, pero no fue de sensatez de lo que hiciste alarde después de varias semanas postrado en un camastro negociando tu precio con la muerte. Ya no podía ir peor. Claro. Pues sí, sí que podía, corazón.

Colgado por los pies me recuerdas a las fotografías de pescadores de tiburones; quizás debiera inmortalizar el momento una vez agotado tu último aliento y colgar el trofeo de veinte por treinta en el cuarto de estar. Curioso cuadro que enseñar a mis hijos si llego a tenerlos. “—¿A qué te dedicabas, mamá? —A cazar bestias, mi amor. —¿Y era peligroso? —Menos que el primer día de clase”. Y después de un beso en la frente le explicaría que tu imagen no es más que un montaje hecho con ordenador por un amigo chistoso. Cuentos. Todas las madres explican el suyo.

Tú no verás ese día.

A un ratio de doscientos setenta mililitros por minuto, cuando haya cortado tu carótida, te quedarán dos o tres de sufrimiento antes de perder la conciencia. Ese es todo el tiempo que te resta de cuerpo y pena. Podría acortar la agonía, sólo debería seccionar una arteria más. Y me perdería ver cómo sientes que se te cuela la vida por el sumidero. Si el éxtasis se parece a algo, debe ser a eso.

¿Tienes algo qué decir? ¿Unas últimas palabras? ¿Tu testamento? ¿Tal vez algún mensaje para tu gente?

—Que te den por el culo, puta loca de mierda.

—¿Por qué no me sorprendes?

En cuanto el cuchillo reaparece entre la carne, mis manos, mi cara y mi pelo chorrean tu sangre bajo la lluvia macabra. No lo siento. Ni en el alma que digo que no tengo.