ELLA
Diciembre, son las cinco de la tarde en Manresa. La chica, una mujer joven
como cualquier otra de las que se pasean por la ciudad, se dirige al
domicilio de un hombre casi cuarenta años mayor que ella. Quiere
mantener el anonimato, el de los dos, y se reserva cómo le conoció.
Puede que por chat. Puede que en la cola de un supermercado. Nunca lo
sabremos con certeza.
Camina con paso decidido
hasta llegar al portal, cuando se para, piensa en cómo coño ha
llegado hasta allí y, aún así, aprieta el botón de la puerta. El
corazón le late a una velocidad espantosa, se siente insegura.
¿Realmente lo quiere hacer? Ahora es tarde para arrepentirse, acaba
de contestar el hombre que ha escuchado su respiración nerviosa
pegada al micrófono. “¿Eres tú?, “Sí”, “Sube”. Cuatro
palabras que es posible que no se debieran haber dicho nunca, pero es
su elección. Ya no puede anular la cita, ya no puede deshacerse de
las expectativas que se ha creado.
El esfuerzo de las
escaleras contribuye a aligerar la carga moral, moverse, correr,
saltar, cualquier actividad hubiese sido bienvenida, a través de la
tensión muscular salen los demonios que le bailan por dentro. Al
llegar al rellano, está tranquila. Abre, con voluntad de cerrar, la
puerta que la separa del piso, espera el olor a rancio, espera, tal
vez intrigada, imágenes groseras que puedan convencerla de dar
marcha atrás, pero no encuentra nada de eso en trapasarla.
Busca aquello que le
falta. Pero está convencida de que este hombre no lo es. Una masa
deforme de sesenta años no lo es, lo sabe, pero entonces, ¿cómo es
que le ha propuesto algo similar? La cámara de fotografiar que lleva
colgada del hombro derecho es lo que necesita por respuesta. “Me
gusta mirar”. Se afirma con la finalidad de no volver por donde ha
venido, apaciguar el deseo de huir; mientras el hombre se desnuda,
ella coloca su cuerpo y su anexo visual de forma estratégica, sólo
cuando está detrás de la cámara logra sonreír. Las rutinas del
oficio son ahora las escaleras. Vacía la mente. Intenta no pensar en
el árbol de Navidad del recibidor, ni en los recuerdos de familia
que decoran el comedor, ni en el oso de peluche que hay sobre la
cama de invitados. Ella quiere fotografiar la soledad, la
desesperación, la ignorancia, la pasión, la pena, la
esencia de la masturbación. Quiere fotografiar el invierno. ¿Es
cierto que lo hace por amor al arte?
Se mueve a cámara lenta.
A cada segundo, el ruido del obturador. El ritmo mecánico de la
fotografía, el placer extraño al presionar el botón del
disparador. Cada vez más osada pero menos cercana. Divertida.
Disfruta. Hasta que el hombre consigue el orgasmo, solo, desnudo,
vulnerable, ante la atenta mirada de su cámara.
ÉL
Camina, arriba y abajo,
por el piso, tiene la sensación que las agujas del reloj de pared no
se han movido, cada minuto parece una hora. Y faltan, todavía, cerca
de tres cuartos. ¿Vendrá? ¿No vendrá? ¿Qué pasará si lo hace?
¿Podrá? Se inquieta como un jovencito de veinte años, la edad que
tiene ella, lustro arriba, lustro abajo. ¿Es legal? Sí, claro que
sí, no se hubiese arriesgado de esta manera en caso contrario. Mira
hacia la puerta, el árbol de Navidad, la fotografía de su mujer, la
de su hijo en la ceremonia de graduación. Si le descubren, su vida
se acabará. Puede destruir, cargarse, hacer picadillo, veinticinco
años de matrimonio insatisfecho. ¿Le va la vida o se le escapa?
Razona delante del
espejo. Las luces de la calle, rojas y doradas como manda la
tradición, dan un aire festivo a su reflejo y ríe. Respira con
dificultad mientras lo hace, tiene que adelgazar y dejar de beber.
Puede que de fumar también. Ya no es tan joven. Revisa su perfil, se
sabe poco atractivo. Entonces, ¿por qué le ha escogido? ¿Y por qué
ha aceptado? No entiende las repuestas que le da su alter ego.
Siempre ha estado en un segundo plano, alienado de las decisiones, de
la vida, sin nada que se le dé especialmente bien, cuesta creer
que hoy sea él el centro de todas las atenciones. Hace tiempo que
nadie lo ve como un hombre, ¿qué hay de malo, entonces? Alterado,
pasea de lado a lado del salón, observado por los ojos familiares de
las estanterías. ¿La espera vestido o desnudo? ¿Podrá poner
alguna película? Espantado por el ridículo, excitado por la
posibilidad de quedar retratado, no sabe que sentir. Duda. Se rasca
la cabeza. Piensa. Entonces suena el timbre y tiembla. ¿Y si no
consigue una erección? Abre el primer cajón del mueble del salón,
coge una caja de medicamento y traga una pastilla azul. Nunca ha sido
capaz de hacer nada bueno, ¿por qué espera que ahora lo consiga sin
un poco de ayuda? Contesta. Escucha su respiración. “¿Eres tú?”,
“Sí”, “Sube”. El mecanismo de respuesta se ha activado, ha
reaccionado como esperaba, tarde o temprano la droga hará efecto y
entonces podrá redondear la jugada.
Escucha los pasos de la
chica sobre las escaleras; sube a un buen ritmo, es lo normal en una
mujer joven, aún le sobra energía, puede que tenga la que él
necesita. Desde primera hora de la mañana ha sentido caer sobre sus
hombros el peso de la vergüenza. ¿Cómo osa disfrutar de la
inocencia y curiosidad de una cría de su edad? Es cierto que ya no
es una niña, que ya debería saber diferenciar entre aquello que
está bien y aquello que no lo está. Pero, ¿quién dice que esto
que harán no está bien? ¿Quién tiene la potestad moral de
juzgarlo? La puerta se queja al abrirse y su miembro todavía no está
todo lo tieso que debería. La mira, como se mira a una criatura de
la imaginación, todavía no es consciente de la realidad. ¿Será un
efecto secundario? ¿Será ella mejor que la droga que acaba de
tomarse? La acompaña a la habitación de las visitas, habla de su
hijo, de su mujer, de los años que ha durado su matrimonio. De la
rutina. De la tristeza. De la Navidad. Y mientras se desnuda,
silencio. Y mientras se masturba, silencio. Y el mecanismo del
disparador. Y su respiración. Sólo sabe que ella está allí si
abre los ojos para fijar la mirada en la cámara tras la cual se
esconde. Y su mano alrededor de una verga que ahora no quiere
destrempar.
Silencio hasta que se
acaba, se limpia, ella le da las gracias, con una sonrisa y un
apretón de manos, y se va. Y le deja como estaba.
Brutal. Espera, que mi otra voz va a opinar. No, deja, que también cree que es brutal.
ResponderEliminarCuántos cambios en el blog, de diseño y de organización. ¡Me gustan! Las secciones están buenísimas, pero Interiorismo es la que me tiene atrapada :*
¡Gracias cielo! :) me alegra un montón. Lo seguiremos intentando entonces.
Eliminar¡Petons!
Me ha gustado más que cuando lo leí hace un año o así. Es un texto que mejora con la edad. Aunque no lo creas parte de lo que hacemos permanece en la memoria. Hay cosas que dejan huella.
ResponderEliminarBesos Jen.
Me alegro de que lo recuerdes. Me hizo ilusión reencontrarlo entre los archivos del otro blog y me pareció que debía reeditarlo. Me estoy recuperando Jaal, me estoy recuperando :)
EliminarUn besazo